sábado, 22 de julio de 2017

Las sociedades ‘enfadadas’ redibujan la economía - David Fernández

La creciente desigualdad y el miedo a los cambios tecnológicos refuerzan a los partidos populistas, cuyas recetas amenazan con empeorar los problemas de las clases medias más que solucionarlos 

El 25 de septiembre de 2008, días después de la quiebra de Lehman Brothers, Nicolas Sarkozy prometió nada menos que la “refundación del capitalismo” durante un discurso en Toulon. Nueve años después, un movimiento sísmico de envergadura remueve las bases del sistema económico surgido tras la II Guerra Mundial, pero en un sentido distinto del que imaginaba el expresidente francés. Primero, porque los cambios no se han promovido de arriba abajo, sino que están siendo los ciudadanos, a través de las urnas, los que están metiendo presión a los políticos; y segundo, porque las alternativas que se plantean van mucho más allá del incremento de los controles para evitar los abusos que causaron la crisis financiera, llegando incluso a cuestionar dogmas de fe del libre mercado.

Algunos definen este movimiento como populismo, otros hablan de un nuevo mundo multipolar, y hay incluso quien augura como mínimo un lustro de medidas económicas encaminadas a satisfacer las demandas de “las sociedades enfadadas”. Esta última definición es de Credit Suisse que, como el resto de bancos privados y de inversión, suele ser de los primeros en detectar las grandes tendencias socioeconómicas. Este afán de anticipación se explica porque trabajan con el material más miedoso que existe: el dinero.

 “El aumento de las desigualdades en los países occidentales y la frustración porque el establishment político no puede hacer frente a los cambios sociales provoca que los votantes de clase media demanden soluciones. Esto lleva al poder a Gobiernos con un fuerte mandato de reorientar las políticas hacia la economía doméstica”, describe el banco suizo en un reciente informe.

El cóctel económico basado en medidas de austeridad y unas políticas monetarias tremendamente laxas que se adoptó en muchos países para combatir la Gran Recesión ha sido especialmente dañino para amplias capas de la población. Sin embargo, los analistas consultados coinciden al señalar que el desempleo y la devaluación salarial son solo la gota que ha colmado el vaso del descontento.



Las raíces del malestar se remontan mucho más atrás y conectan con la hiperglobalización que se ha vivido desde finales de los años 90 del pasado siglo y con el boom de una serie de tecnologías disruptivas. Roberto Scholtes, director de estrategia de UBS Wealth Management en España, destaca que los trabajadores de baja cualificación profesional llevan décadas sufriendo los efectos de la deslocalización hacia los países emergentes, el estancamiento salarial ante la amenaza de la pérdida de puestos de trabajo y de la competencia directa de los inmigrantes. “Un desempleo prolongado o sin perspectivas de un futuro profesional prometedor, con menor capacidad de los gobiernos de proporcionar soporte en forma de subsidios o formación, unido a otros elementos culturales, identitarios o religiosos, crean ese caldo de cultivo para la tensión sociopolítica y la emergencia de los movimientos populistas o xenófobos”, advierte Scholtes.

La llegada a la presidencia de EE UU de Donald Trump, el Brexit o el ascenso electoral de partidos de extrema derecha y extrema izquierda en buena parte de Europa son el reflejo de la necesidad de los ciudadanos de soluciones distintas a sus problemas, demanda que ha sido aprovechada por políticos emergentes que prometen soluciones simples a problemas tremendamente complejos. En este contexto, la economía ha entrado en tierra desconocida y fruto de esa incertidumbre asistimos a hechos tan paradójicos como que Xi Jinping, presidente de China, se erija como el principal defensor de la globalización en el último foro de Davos, o que el primer ejecutivo de Exxon, la mayor petrolera del mundo, pida a Trump que respete el Acuerdo de París para combatir el cambio climático.

EL CRECIMIENTO NO ASEGURA LA PROSPERIDAD

España hace tiempo que dejó atrás la recesión, pero en la mente de los ciudadanos la crisis continúa. La economía creció un 0,9% entre abril y junio de este año, según los datos adelantados del Banco de España. Se trata del decimoquinto trimestre consecutivo al alza para el PIB. A pesar de esta impresionante racha alcista de la actividad en nuestro país, que se ha traducido en una reducción del desempleo —la tasa de paro ha bajado del 26,9% de 2013 al 18,7% actual—, la percepción que se tiene sobre la situación económica no es para tirar cohetes. Solo el 5,4% de los españoles la considera buena, el 35,1% asegura que es regular, mientras que el 58,9% la califica de mala o muy mala, de acuerdo con al última oleada del barómetro que elabora el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Además, la mayoría de los consultados no ven un cambio a corto plazo. Únicamente el 23% opina que la situación económica mejorará el próximo año.

Los expertos creen que este desánimo a pesar de que los datos macro son buenos tiene que ver con la devaluación salarial y el aumento de la desigualdad. Un dato que deja claro que la recuperación no ha llegado aún a los hogares lo facilita el informe sobre el ‘Estado social de la Nación. 2017’, elaborado por la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales, según el cual cuatro de cada diez hogares no tiene capacidad de afrontar gastos imprevistos. Otras cifras que contiene este estudio denuncian que ocho millones de trabajadores están por debajo del umbral de la pobreza; que la renta media de los hogares se contrajo un 13% entre 2009 y 2015, o que la mala alimentación por motivos económicos y, en ocasiones, el hambre, son situaciones reales que afectan a más de un millón de personas en España.

A las heridas aún abiertas que ha dejado la crisis hay que sumar la amenaza de la tecnología para comprender la desazón de los ciudadanos. Según McKinsey, las tecnologías actuales podrían automatizar el 45% de las personas; en alguna profesión, principalmente en las que tienen un componente manual y mecánico, la tasa de reemplazo podría llegar al 80%.

Lo que parece seguro es que habrá que acostumbrarse a esta nueva realidad, ya que las causas del descontento (y su traducción política) han venido para quedarse. “El populismo es una tendencia, no un acontecimiento efímero. Es así porque no se prevé que los catalizadores del contexto de bajo crecimiento —principalmente el envejecimiento de la población, la baja productividad y un mundo extremadamente endeudado— vayan a revertirse próximamente”, reconocen los gestores de Nordea en una nota a clientes.

La principal traducción práctica de la economía de las sociedades enfadadas es el auge del proteccionismo comercial. Es difícil que un fenómeno como la globalización dé marcha atrás, pero la opinión más extendida es que podría frenarse e incluso cambiar de forma. “¿Estamos ante el fin de la globalización tal y como la conocemos?”. 

Esta inquietante pregunta encabeza una trabajo firmado en junio pasado por Durukal Gun, economista de Barclays. “Desde que esta tendencia comercial empezó en el siglo XIX ha atravesado diferentes ciclos. En la década de los 90 arrancó el periodo denominado como hiperglobalización y ahora nos acercaríamos a otro punto de inflexión. La globalización ha sido siempre asociada con el desarrollo económico, el progreso y el aumento de oportunidades. Ahora, sin embargo, es percibida como una amenaza”, señala Gun. La nueva cara del comercio mundial quizá haya empezado a dibujarse en la reciente cumbre del G-20 celebrada en Hamburgo, donde la atención no estuvo tanto en las sesiones plenarias, sino en los encuentros bilaterales entre los líderes mundiales.

La ola proteccionista estaría ligada a la tentación de los políticos por impulsar empresas locales fuertes con la intención de crear “campeones nacionales”. “Estas compañías pueden beneficiarse de incentivos públicos para construir sus centros productivos en el país de origen o beneficios fiscales si invierten allí. Estos campeones nacionales tienen un efecto multiplicador que los políticos pueden usar para impulsar su agenda gracias a la creación de puestos de trabajo y a su capacidad a la hora de reducir la vulnerabilidad ante medidas proteccionistas de otros países”, destacan los economistas de Credit Suisse.

La inestabilidad geopolítica, la amenaza terrorista, el cuestionamiento de organizaciones como la OTAN y el efecto que tiene la industria sobre el empleo doméstico llevan al banco suizo a pensar que otra consecuencia económica de esta nueva era quizá sea un mayor gasto en defensa y seguridad. “Los tiempos en los que podíamos depender completamente de otros han terminado”, avisó Angela Merkel tras la última reunión de los países del G-7.

Con la llegada de la Gran Recesión fueron los bancos centrales los que, apoyados en políticas monetarias ultralaxas (tipos de interés cero, compra de activos), llevaron el peso de la recuperación. Sin embargo, una de las características de los nuevos gobiernos populistas son las políticas fiscales expansivas. “Esto incrementa las presiones inflacionistas de las economías y pueden llegar a desequilibrar las cuentas públicas, aumentado el déficit y, en última instancia, el endeudamiento”, sostiene Borja Gómez, director de análisis de Inverseguros-Dunas Capital.

Parálisis reformista

El mensaje populista cala también en los programas de los partidos políticos tradicionales, que ven peligrar su estatus si no se suben a los lomos del tigre. Este hecho, junto con la mayor fragmentación de los parlamentos por la irrupción de nuevas fuerzas lleva, según Roberto Scholtes, a una menor capacidad o apetito por afrontar las “imprescindibles” reformas estructurales para competir y hacer sostenible el Estado del Bienestar. “La consecuencia económica del populismo no está tanto en un parón coyuntural de la actividad económica, como en un descenso del crecimiento potencial a medio-largo plazo, agudizado por otros factores estructurales, como el envejecimiento de la población o el exceso de deuda. Aunque es difícil cuantificar qué parte de ese crecimiento se está perdiendo, si tomamos por buenas las estimaciones del FMI, OCDE o Comisión Europea de lo que se aceleraría el PIB si se implementaran esas reformas, manejamos un efecto de unas dos o tres décimas anuales en el crecimiento real de la economía mundial”, según el experto de UBS.

El auge de partidos antisistema con soluciones económicas heterodoxas se ha producido en un momento de recuperación económica. Es precisamente este florecimiento en época de bonanza lo que lleva a los expertos a creer que lo más preocupante del nuevo tablero de juego que se está configurando es la deficiente o errónea respuesta que se podría dar a la próxima crisis económica, en forma de proteccionismo y guerras comerciales y de divisas, lo que acentuaría los problemas. Pimco, la mayor gestora del mundo en renta fija, cree que la probabilidad de que asistamos a una recesión en algún momento de los próximos cinco años es del 70%. “En la próxima crisis, suceda cuando suceda, los bancos centrales tendrán poco margen de maniobra para recortar tipos. Además, dado que los niveles de deuda soberana son muy elevados, las políticas fiscales estarán sujetas a restricciones”, concluyen los expertos de Pimco en el último infome de Perspectivas Seculares.

Con independencia del mayor descontento de los ciudadanos con respecto a la globalización, Jim Leaviss, gestor de M&G, señala que resultaría enormemente difícil para las economías avanzadas dar marcha atrás ahora. “Puede que aquellos países que den un giro hacia el proteccionismo tengan éxito temporalmente a la hora de impulsar el crecimiento mediante el incremento de los niveles de deuda pública y privada, pero al final se arriesgan a sufrir una profunda recesión a medida que la inflación y el desempleo empiecen a subir. El aumento actual del endeudamiento por parte de los consumidores y los gobiernos implica sencillamente cercenar el crecimiento de cara al futuro”, subraya Leaviss.

El consenso, pues, apunta a que las recetas populistas a las demandas de las clases medias en los países desarrollados agravarían los problemas económicos más que solucionarnos. “El principal obstáculo que observamos para el mantenimiento de estos partidos en el largo plazo viene de sus propias propuestas. En algunos casos no son realistas y, por lo tanto, vemos difícil de implementar. De hecho, hay casos como el de Syriza en Grecia que ha tenido que renunciar a sus ideas porque, simple y llanamente, no son asumibles”, según Borja Gómez.

Sin embargo, también hay unanimidad al señalar que el descontento de amplias capas de la población tiene una base fundada. Al mismo tiempo, los expertos reconocen que no estamos ante algo pasajero, sino que los desafíos son estructurales. Por lo tanto, llegados a este punto, ¿qué medidas habría que aplicar para dar respuesta al enfado de la gente y lograr con ello que no hagan caso a los cantos de sirena de los partidos antisistema? La respuesta a esta pregunta varía según donde sitúe cada uno el origen del malestar.

“Detrás del enfado de la gente lo que subyace es un reparto de la riqueza crecientemente desigual. No es que el crecimiento económico se haya evaporado, sino que la distribución de los ingresos que se generan no es equitativa”, apunta Josep Oliver. La solución pasa, según el catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona, por volver al pacto social que surgió después de la II Guerra Mundial y que se fue difuminando debido a que las ideas más liberales se impusieron hasta confirmar una idelogía única. “El problema es que lograr este objetivo de un reparto más justo dentro de las empresas es complicado porque la combinación de la competencia internacional y los avances tecnológicos presionan a la baja los salarios. Por lo tanto, la solución está en alcanzar un pacto fiscal para que sea el Estado el que busque el equilibrio a través de una redistribución secundaria de los ingresos”.

Vuelta a los orígenes

Esta salida que propone Oliver hunde sus raíces en la tradición socialdemócrata más pura, ideología donde el catedrático sitúa no solo la posible receta para corregir los excesos cometidos, sino la causa de los males actuales. “Una parte de los problemas a los que ahora se enfrena Europa se deben a que la socialdemocracia olvidó su alma en los momentos de gran crecimiento de principios del siglo XXI. En ese momento de euforia las políticas de redistribución de la riqueza pasaron a un segundo término”.

Francisco Pérez, director del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, cree que los poderes públicos deben de velar por aquellos colectivos que se han quedado atrás. “Los jóvenes o los parados de larga duración mayores de 45 años perciben que no se les ofrecen soluciones”, recuerda. En su opinión, hay que buscar respuestas nuevas a los problemas que han surgido. Estas salidas tienen que ver con la capacidad de adaptación de los países al nuevo escenario económico dominado por la globalización y las nuevas tecnologías. “España antes era competitiva en costes, pero ahora hay que desarrollar un nuevo tejido productivo, más adaptado a las nuevas circunstancias”. Pérez también cree que el Estado del Bienestar, mientras no se generen nuevos ingresos, debe reorientar sus prioridades. “Quizás tenga que dedicar parte de sus recursos a esos nuevos grupos damnificados por la crisis y que corren el peligro de quedar permanentemente excluidos si no se buscan alternativas”.

El planteamiento del director del IVIE está en línea con el análisis de Branko Milanovic. Este economista, que trabajó en el Banco Mundial y está especializado en desigualdad de renta, ha sugerido que el problema no es el comercio internacional en sí mismo, el cual ha sacado a cientos de millones de personas de la extrema pobreza, sino que los países no diseñan políticas que apoyen a quienes sufren las consecuencias de las barreras comerciales. “El comercio y la globalización son palancas positivas. El problema es que, en muchos casos, la globalización se aplica de tal manera que consigue que las reglas del juego favorezcan a los más adinerados”, según este experto serbio-estadounidense.

Con el fin de evaluar el impacto de la globalización en las familias de rentas medias y bajas, economistas como Milanovic han usado la denominada “curva del elefante”, que muestra cómo los ingresos promedio de los hogares aumentaron entre 1988 y 2008 en cada extremo de la línea de distribución global de rentas, desde la más desfavorecida (ciudadanos de países emergentes), hasta el tramo que representa al 1% más rico de la población mundial. En cambio en este periodo, las rentas de las clases medias-bajas de los países desarrollados se han quedado estancadas en el mejor de los casos. “Esta distribución pone de manifiesto la importante proporción de la población que no se ha beneficiado de las tan alabadas ventajas de la globalización y contribuye a explicar el aumento de los nacionalismos en las democracias occidentales”, reconoce Jim Leaviss.

José García-Montalvo, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, no comparte la idea de que el descontento de las sociedades se deba a desequilibrios en el reparto de la riqueza. “En otros momentos de la historia ha habido situaciones de mucha mayor desigualdad y no existía el malestar actual”. Lo que genera el enfado es, en su opinión, la toma de conciencia de que las nuevas generaciones no van a vivir igual que las precedentes, algo que es completamente nuevo para las sociedades desarrolladas. “Hay incertidumbre porque no se sabe qué va a ocurrir con los puestos de trabajo y esas dudas están estrechamente ligadas a los cambios que introduce la tecnología en el mercado de trabajo”.

García-Montalvo propone encontrar una bálsamo a los miedos que genera la globalización desde una visión “más social” de la economía de mercado. “La salida pasa por dar una educación mejor a los jóvenes, una formación de mayor calidad, para que la gente pueda ser un complemento a las funciones que desempeñen los robots, y no acaben sustituidos por estos”. Aunque ve motivos para el descontento, el profesor de la Pompeu Fabra concluye pidiendo un ejercicio de autocrítica: “Vivimos en la cultura de la queja. Los ciudadanos han asumido que solo tienen derechos, nunca obligaciones, lo que enlaza con el populismo”.

Madrid 15 JUL 2017 - 13:08 CEST EL PAIS
ILUSTRACIÓN: LUIS TINOCO


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