I
Voy a hablar por la gente que conozco. Ni siquiera. Voy a hablar por tres o cinco de los que conozco: hubo una época en la que escribíamos cartas. Ahora también, pero no como antes. Aquellas eran unas cartas emails larguísimos en las que cabía todo o casi todo. Había asombro en cada gesto y de eso iban las cartas emails. Pero no sé si fue que olvidamos la costumbre porque aunque con Yanni o Carolina lo hemos intentado recientemente, no pasamos de la primera; a veces es solo el deseo: “escríbeme una carta”, que se queda sin respuesta. Quizá fue que crecimos, o que un día nos tropezamos con “la monótona uniformidad de la existencia de los hombres, y nuestras existencias ahora se desarrollan según leyes viejas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y vieja, de la que nos sentimos como exiliados”.
La frase es de Natalia Ginzburg en uno de los ensayos de Las pequeñas virtudes, y la monotonía de la existencia es la misma de Querido Miguel, según internet, una de sus novelas más populares. Y no es que no pase nada, porque todo sucede en esta novela epistolar: la muerte del padre, la huida de Miguel, el único hijo de una familia de mujeres, los desvaríos de Mara, la amiga-amante de Miguel, pero cada personaje escribe con el tono y la ausencia de algarabías propias de un tiempo en el que ya no hay asombro. “Porque nos consolamos con nada, cuando ya no tenemos nada”, sentencia Osvaldo, un tipo como inteligente, como triste, en la única carta que escribe en toda la novela. “Se acostumbra uno a todo, cuando ya nos hemos quedado sin nada”, le dice Angélica a Viola.
En ese sentido, Querido Miguel es una novela de costumbres, de la costumbre de estar siempre intercambiando palabra inútiles, precarias. El gesto heroico de cada cual está, sin embargo, en la insistencia, en el intento de comunicar cuando parece que no nos estamos comunicando, y en lo que pretendemos con esa precariedad: que Miguel visite al padre moribundo o que regrese para las vacaciones de Semana Santa. El gesto es siempre el mismo: que la heroicidad de escribir la carta, que la carta misma, con sus frases seguidas, de algún modo coherentes, sugiera el sentido de todo esto que parece no tener uno.
Un coro familiar cuenta la historia de Miguel, el más huidizo de los hijos. Lo que sabemos de él lo sabemos por las cartas de la madre, por las de Mara, por las de Angélica; pero lo mismo cuenta para los demás, que se suponen menos huidizos: lo que sabemos de Angélica lo sabemos por las cartas que le escribe a Miguel, por las que se cruza con Mara. En la red de gestos –cartas– cruzados, en las intersecciones, están los personajes. La sensación final es la de saber muy poco de cada quien: lo que ha decidido contar –son más los silencios–, lo que los otros confirman o niegan de eso que cada uno cuenta. Sin embargo, esta sensación de conocimiento mínimo es de una lucidez profunda, como sucede en la existencia monótona, y solo queda sonreír.
Aquí radica en parte la maestría de Natalia Ginzburg; en llenar con contradicciones, gestos e intentos de comunicación la monotonía, el flujo lento de la vida sin asombro, y que eso que parece no tener un significado nos regale al final la posibilidad de la sonrisa. Porque el intento, aunque fracasado, de las palabras precarias, bien vale la sonrisa. Si nos contentáramos con esto, quizá esos tres o cinco por los que hablo volveríamos a escribir cartas, emails larguísimos.
II
Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asirio-babilonios: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvado de las furias de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra.
Natalia Ginzburg, Léxico familiar
Cada hombre viene al mundo con una cuota de palabras y de él depende expandirla o agotarla. Las palabras del padre, de la madre, las palabras de los abuelos se amontonan, una sobre otra, en la bolsa que le toca a cada uno. En Léxico familiar, Natalia Ginzburg agita la bolsa que le tocó, con los refranes, las palabras del padre, de la madre, de los abuelos, y recupera las que puede para contar la historia de los Levi en la Italia de entreguerras.
A primera vista, uno pensaría que Léxico familiar está hecha de esta forma, mediante la ilación del refrán, y que adolece de cierta liviandad. Pero no se trata de eso. En la memoria de Ginzburg cada refrán cuenta una anécdota que ilumina o ensombrece el rostro de un personaje, cada palabra recordada se suma al conjunto de hilos que estrechamente atados dibujan el contorno de un individuo. “¡Qué borricos sois!”, “¡Qué palmotas!” eran las palabras del padre. Las gritaba para disimular que no entendía a los hijos, para ocultar la impotencia ante el afán loco de su mujer por comprar vestidos, o porque simplemente las gritaba.
El rostro de quienes dejaron menos palabras es gris, como el de la abuela materna; y de ellos apenas se puede hablar: “no les digas que son los dientes” y “esa muchacha terminará casándose con uno de los encargados del gas” son las pocas frases que quedaron de la abuela Pina. La madre, en cambio, es ella misma una artillería de historias y frases: su rostro está iluminado por las canciones, los poemas, los chistes, que contaba después de la cena.
Mientras recupera la memoria de las palabras familiares, Ginzburg reconstruye las historias del miedo durante la segunda guerra. El relato cotidiano de la persecución judía, su épica mínima, como el escape de Mario, que se escabulló de la policía italiana lanzándose a un río y nadando hasta la otra orilla en la frontera entre Italia y Suiza. Antes, durante y después de Mussolini, los refranes tienen una vida larga.
En sus memorias, Ginzburg es la única invisible. Ha seguido como un ojo silencioso la vida de los suyos. La madre se queja de que “Natalia no le da cordel”, recrimina el silencio de la hija menor. Pero en Léxico familiar, la hija menor, como los buenos poetas, habla de los otros, los Levi, de Italia, el mundo, les da cordel a todos. La distancia del observador callado solo se quiebra cuando describe a Leone, el marido muerto en la cárcel de Regina Coeli, o el suicidio de su queridísimo amigo Cesare Pavese. En esos momentos una melancolía ruidosa llena el texto, y se empalaga el tono de la Ginzburg, que de natural es una relatora impávida. Aparece la esposa y la amiga, pero no se queda por mucho tiempo, se vuelve a esconder en los refranes de la tribu: “No hemos venido a Bérgamo a hacer campamento” “¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?” “Distinguido señor Lipman”, “Dejad esa historia. ¡La he oído muchas veces!”.
III
La entrevista es de 1963, Einaudi acababa de publicar Léxico familiar. La cámara, que durante todo el diálogo mira a Natalia de perfil, enfoca su rostro redondo ya al final, cuando Luigi Silori pregunta lo de siempre, si está escribiendo algo. Ella contesta que no. ¿Y qué hace cuando no escribe?, insiste Silori. “Non faccio niente”, responde ella con la sonrisa avergonzada de una adolescente que ha hecho algo que no está bien. Es fácil descubrir un rezago de esta vergüenza en “La pereza”, publicado en 1969 en La Stampa y recopilado junto a otros artículos de las décadas del sesenta, setenta y ochenta en Las tareas de casa y otros ensayos (Lumen, 2016). En “La pereza” Ginzburg recuerda sus primeros días como redactora y traductora de la editorial Einaudi, después del final de la guerra y de la muerte de su marido Leone. No había trabajado nunca: “Durante mi vida, exceptuando criar a mis hijos, hacer las tareas domésticas con extrema lentitud y poca destreza, y escribir novelas, no había hecho nunca nada”. Encerrada en la pequeña oficina que le habían otorgado, su gran preocupación era “que no fuesen descubiertas mi gran ignorancia, mi enorme pereza y mi absoluta ausencia de ideas”.
La pereza de Ginzburg, su “Non faccio niente” avergonzado, es culposa porque reconoce en ella una costumbre que le viene de las horas infantiles en las que en lugar de preparar la tarea, se escondía a leer las novelas que su madre le había prohibido. Es la lentitud torpe que la convirtió, en opinión de su familia, en “una calamidad”, una mujer sin habilidades. Pero es también la pérdida de “un tiempo infinito sin hacer nada y fantaseando”. Un estado de ensoñación, una forma de la mirada, cierta lentitud de la percepción que antecede a su escritura. Ginzburg no celebra el ocio creativo ni la contemplación. Arrastra su pereza como un fardo, el pecado capital que requiere penitencia. La suya no es una pereza orgullosa o rimbombante –aunque la constancia con que la recuerda nos haga dudar–, no la hace un ser especial, no la hace artista, sino lo que es, una mujer que mira y piensa, que escribe, como todos, para tener claridad.
Pero el momento de la escritura no se convierte por fuerza en el momento de la iluminación. Las tareas de casa y otros ensayos se mueve en el paisaje nublado de la duda en que se origina el deseo de escribir. Ginzburg, por principio poético, se queda allí, en el origen dudoso. Las dos partes en que está dividida la recopilación apuntan hacia una duda primigenia, antigua: “Nunca me preguntes” y “No podemos saberlo”. El segundo título viene de un poema que escribió sobre la apariencia de Dios: ¿un ratón?, ¿una zapatilla?, ¿una pareja borracha, recostada en la mesa de una taberna?
No podemos saberlo. Nadie lo ha contado.
Tal vez allí no haya nada más que una red desfondada,
cuatro sillas despanzurradas y una vieja zapatilla
roída por los ratones.
Puede ser que Dios sea un ratón
y que corra a esconderse cuando lleguemos.
O tal vez sea también la vieja zapatilla
roída y destrozada. No podemos saberlo.
Quienes vieron a Dios, no regresaron. La única tranquilidad es sentarse tan cómodo como sea posible en la ignorancia. No hay esto o aquello, Ginzburg se resiste a la última palabra; quedan solo preposiciones para acechar la duda. De haberle preguntado cualquier cosa sobre música a ella, una vieja aficionada a la ópera, lo más seguro es que hubiera contestado con la frase del Lohengrin de Wagner “Nunca me preguntes”, como cuando recuerda su historia de tropiezos con el arte de Euterpe: “pienso en todas las óperas a las que he asistido, testigo inútil y perdido en mis pensamientos”. Sin embargo, al menos tres de los artículos hablan de ópera. E insiste: “a veces tengo la sensación de que me gusta la música, pero que a la música no le gusto yo”.
La duda de Ginzburg se ríe de sí misma, es una duda risueña que escribe con euforia sobre literatura, música, cine o política italiana, una duda al día que se mete en todo, incluso en los laberintos legales de un país enloquecido. Aunque en 1970 considera sus nociones políticas como “toscas”, “enmarañadas”, “confusas”, es elegida senadora por el Partido Radical en 1983. Había cumplido sesenta y siete años. Su propósito, escribió, era abogar por los ancianos –cuando ella era una más en esa fila–, por el derecho al aborto y la legislación en contra de la violencia sexual. Las columnas del aborto son de una actualidad trágica. No es raro que se haya ganado el favor de las feministas, aunque a ella la aburrían las discusiones de género.
Gracias a la viciosa actualidad de la columna, a su regularidad, en Las tareas de casa la narradora esquiva e invisible de Léxico familiar se convierta en una mujer de carne y hueso. Indagando en la experiencia, aparece una mujer madura que se queja del presente que “no consigue descifrar”, de la mala crianza de los nietos, de la casa poco limpia, del amor libre y los “nuevos valores”, una queja natural pero constante que a ratos es inoportuna y ¿por qué no decirlo? Aburre. Pero son más las veces en que el arte es el visor por el que mira su tiempo. Allí está su mejor pluma, cuando relata la suerte de Buster Keaton, comentando su actuación en Film, la olvidada película de Samuel Beckett de la que Ross Lipman acaba de grabar un documental, Notfilm. Cuando escribe sobre los naif yugoslavos, campesinos pintores “de los que no sabía nada” pero que la conmueven con el recuerdo de su tiempo de reclusión en los Abruzos. O cuando revisa la obra de Landolfi, otro italiano olvidado, comparando su lectura juvenil, distraída, con una madura y reposada: entonces, no es solo la mujer que envejece en la Italia de los setenta, es la lectora lenta que completó su formación en las pasillos de Einaudi, entre el té y las traducciones de Proust, angustiada por su “ausencia de ideas”, la autora de Querido Miguel. Landolfin, Penna, Calvino, Pavese (siempre Calvino, siempre Pavese) pasan frente a su ojo intuitivo, incapaz de recurrir a la verborrea academicista o al anhelo de objetividad, pero seguro de lo que ha visto y leído.
Acostumbrados a aplaudir el dicho certero y la respuesta rápida, la duda y la lentitud perezosa con que Ginzburg se acerca a la escritura, extraña y tranquiliza. En el mismo artículo sobre Keaton comenta que a diferencia de este, Chaplin envejeció para ser un viejo optimista y guapo, casi patético, que olvidando la tristeza poética de Charlot, quiso convencer al mundo, desde su vejez millonaria y feliz, de “la vida bella”. Ginzburg no intenta convencernos de nada. Envejece y sigue observando el mundo con una duda que convertida en principio vital se toma el tiempo para mirar, para ofrecer cada cosa desde sus diversas posibilidades. El suyo es un intento que, si no llega a la iluminación, al menos consigue una palabra que sorprende por lo luminosa, una neblina luminosa.
Natalia Ginzburg. (Imagen tomada de www.avvenire.it)
Por Eduardo Valdelamar
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