Hay una fuerte tentación de llevar la comunicación política al terreno electoral. Y, cuando ello sucede, la comunicación gubernamental, menos estridente, es la gran perjudicada. Ya sea porque es la única que siempre está presente –nunca descansa–, ya sea porque se ve inundada de electoralización, se confunde, se estresa. Lo mismo sucede cuando se habla de redes sociales asociadas a los efectos electorales. Los líderes políticos no dialogan: prometen o arengan. El gobernauta está naciendo, pero está lejos de ser una realidad.
Las redes sociales son usadas para difundir una síntesis promocional de las políticas públicas por parte de los gobernantes. Sea como promesa o como arenga, se evidencia así un uso que se conoce como «electoralización de la comunicación gubernamental», una especie de conservación de la inercia electoral en la faz de gobierno, una tentación que se confirma con total nitidez en la práctica. Al analizar la relación entre gobiernos y redes sociales, y a juzgar por la alta penetración de estas últimas en la gestión, se puede observar que las redes son una realidad sin retorno. 97% de los gobiernos de las grandes ciudades de América Latina tiene Facebook y 80% de los alcaldes tienen cuenta de Twitter. Y los usan de manera diferente a sus aplicaciones comerciales o personales. Las redes son valiosas como tales, pero desde los gobiernos son vistas más bien como un trampolín para incidir en otros medios. La hora del tuiteo es un ejemplo de ello: la máxima cantidad de tuits se registra entre las 11 y las 13 horas, vale decir, en el pico informativo de los medios masivos tradicionales. Aparece ahí un indicio muy potente: que las redes no funcionan aisladamente, sino de modo convergente, entrelazando los clásicos y tradicionales medios con todo el nuevo ecosistema digital. Hoy se habla de la nueva diplomacia de redes ejercida también por los grandes líderes mundiales, desde el papa Francisco hasta Donald Trump. Y allí se presentan muchas de las posturas políticas que sacuden al mundo. Pero desde el punto de vista del estilo, la mayoría de las comunicaciones tienen una pretensión publicitaria. Al contrario de lo que sucede cuando se es oposición, el lenguaje está mucho más cerca del aporte de soluciones y del tono positivo. Hay más propalación que interacción. Se habla y no se escucha (o al menos se escucha poco). En efecto, aunque las redes sociales tienen un protagonismo cada vez más importante en la gestión pública, para la mayoría de los políticos siguen siendo un canal para difundir lo que desean mostrar, además de reservarse la facultad de instalar públicamente determinados temas y tratar de ir esquivando asuntos controvertidos.
La cuestión es más o menos así: escucha, poca; interacción, nada (o casi nada). La interacción, tanto de alcaldes como de alcaldías, con la ciudadanía es menor a 10%. En América Latina, nueve de cada diez mensajes de los ciudadanos no son correspondidos con una respuesta. Analizando la actividad de la totalidad de los gobernadores argentinos en Twitter, por ejemplo, la interacción de cualquiera de ellos con sus ciudadanos a lo largo de un mes (abril de 2016) fue de 0%1. Este dato, sin duda, resulta impactante.
Por ello, tras estos datos muchas veces surge una pregunta: ¿tratan de comunicar para gobernar o de gobernar para comunicar? Es un interrogante interesante, que requiere de respuestas concretas antes de evaluar de qué manera los gobernantes utilizan las redes sociales. Formulado de modo más sencillo: el uso comunicacional de los gobiernos y los gobernantes, más que garantizar que la comunicación sea servicio, o al revés, que el servicio se preste desde la comunicación, funciona en cambio como un canal unidireccional de promoción publicitaria. A los gobiernos les cuesta entender las redes como medios de interacción (lo más sencillo) o como medios para la gestión (un concepto hoy casi inexistente en las redes principales de gobiernos o gobernantes).
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