La escritura historiográfica siempre dibuja ausencias en el presente, ilumina puntos de fuga para el pensamiento o las prácticas que se despliegan en una actualidad. Desde esta perspectiva, su rostro no equivale solamente a la explicación racional, sino que adquiere el perfil del sueño. La narración histórica, entonces, intentando disolver la alteridad la hace resurgir en la forma de la ficción. El historiador se asemejaría al célebre personaje de Robinson Crusoe, quien intenta imponer una razón clasificadora y técnica al desorden de la isla en la que ha naufragado.
En efecto, asimila la alteridad salvaje en productos y objetos fabricados de acuerdo a un método y a unas reglas que tienen su raíz en su lugar de procedencia. Crusoe se relaciona con lo Otro a través de una técnica que obedece a las leyes de un presente inscrito en la isla como su propio recuerdo personal de un mundo lejano y como los restos que recupera de la embarcación hundida. Pero el imperio insular creado por el personaje tiene necesariamente un límite, una frontera que irrumpe en la playa, al borde de un océano abismal. Allí, Robinson Crusoe descubre un día un vestigio humano, un pie desnudo perfectamente impreso en la arena. Desde dicho momento emerge en la novela el desorden, las fantasías, los sueños y las pesadillas de una posible antropofagia. La huella, por ende, socava la técnica y promueve la ficción, es decir, condiciona una relación diferente con lo Otro.
Del mismo modo, la operación historiográfica intentaría reconciliar la racionalidad y la ficción, la técnica y el sueño, las prácticas de producción y la narración novelesca, de una forma oscilante e inestable. Frente al mar de donde viene el hombre enigmático que dejó la huella, la producción técnica puede dar un paso y convertir al forastero en esclavo: ese hombre al que Crusoe llamará “mi Viernes”. Desde este punto de vista, se restaura el orden de las cosas en una nueva escena de la servidumbre. Pero también, a diferencia de Robinson, la historia puede transformarse en experiencia erótica y hacer reflexivo que “el Otro” no volverá. En este segundo caso, la escritura escenifica el “vestigio” de un pie desnudo en la arena, un forastero que no volverá a salir del mar porque “ya ha pasado”.
El intento de reconciliar la racionalidad con la ficción puede explicarse tomando en consideración un antiguo proceso de divorcio entre la historia y la literatura. Se trataría de una separación de ámbitos que, según De Certeau, se habría producido en el siglo XVII, estaría presente como la división entre las letras y las ciencias durante el siglo XVIII y se institucionalizaría finalmente dentro de la organización universitaria hacia el siglo XIX. Toda esta diferenciación entre historia y literatura estaría determinada por la lógica excluyente de un saber positivo que controla rigurosamente el espacio epistémico, reduciendo “lo imaginario” al estado de resto o alteridad de una ciencia objetiva. Sin embargo, De Certeau afirma que esta distinción esquemática encontraría su momento sustantivo de revisión crítica dentro del psicoanálisis freudiano. En un análisis que recuerda algunos pasajes de Las Palabras y las Cosas, donde Foucault identifica al psicoanálisis como una “contra-ciencia”, Michel De Certeau establece que en la obra de Freud se produciría una verdadera redistribución del espacio epistemológico que conduce a una reconsideración de la escritura y de sus relaciones con la institución. Desde sus primeros trabajos sobre la histeria, Freud comprendería que su modo de tratar la enfermedad exigía una modificación en su forma de escribir. En Estudios sobre la histeria (1895) señala: “el diagnóstico local y las reacciones eléctricas no tienen ningún valor para el estudio de la histeria, mientras que una presentación profunda de los procesos psíquicos a la manera que nos son presentados por los poetas me permite, por el empleo de algunas raras fórmulas psicológicas, alcanzar una cierta inteligencia en el desarrollo de una histeria”. Esta irrupción de una “ficción teórica” será un aspecto transversal de la investigación freudiana, como lo demuestra el hecho de que su última obra: “Moisés” (1939) sea definida por él mismo como una “novela”.
El discurso de Freud sería la ficción que retorna en la seriedad científica, no exclusivamente como objeto de análisis, sino como su forma. De esta manera, el relato freudiano combina en el texto las estructuras patológicas con una “historia del sufrimiento” que se retrotrae al drama familiar o al mito cultural; una matriz que se reproduce en la interlocución terapéutica a través del cruce entre la narración fragmentaria del paciente y la restauración narrativa del médico. El uso literario, por tanto, no se opondría aquí a la interpretación histórica. Freud desarrollaría un análisis histórico porque comprende sus materiales como efectos de sistemas sociales y porque persigue una explicación de las operaciones temporales que pudieron dar lugar a tales efectos. Así, por ejemplo, tales postulados de producción y localización están patentes en la escena teatral del aparato psíquico (Yo, Ello, Super Yo): una serie de figuras que remiten a un funcionamiento psíquico, retórico y real. Es decir: el aparato desarrolla una infinidad de formas literarias (metáfora, metonimia, sinécdoque, etcétera), y –al mismo tiempo- refiere una génesis histórica olvidada dentro del orden cultural. En este sentido, el psicoanálisis consuma el retorno de una alteridad que se encontraba exiliada del campo científico. Allí donde se apostaba por la “madurez”, Freud rememora una “minoría de edad” fundante; cuando se buscaba el progreso, él instala la presencia fantasmal del acontecimiento originario.
Se puede concluir, entonces, que la ficción hace reaparecer la historicidad. En primer lugar, en la técnica terapéutica que define la cura como el recuerdo de las vivencias afectivas que se ocultan detrás de las representaciones y, en segundo término, en el discurso del analista que incorpora un lenguaje “olvidado” por la racionalidad científica y reprimido por la normatividad social, un sistema interpretativo que regresa al sueño, la leyenda o el mito. Este despliegue de la historicidad posee, además, una ambivalencia que De Certeau registra como la compleja combinación entre la “ficción bíblica” de una escritura que nace de la separación o el exilio, y una “ficción grecorromana” que apunta al orden pensable, a la violencia original y devoradora de Cronos. En Freud la escritura de la historia se deslizaría entre la pérdida del lugar y la acción devoradora de la vida, es decir: entre el análisis como relación con lo excluido y el análisis como autoridad e institución. Así pues, la obra freudiana –de acuerdo al análisis de Michel De Certeau- pondría de manifiesto un aspecto importante de toda operación historiográfica: que la diferenciación entre un pasado y un presente, deriva en el regreso subrepticio de lo pretérito. En efecto, el corte decisivo y necesario con respecto a un objeto pasado conduciría a la inestabilidad del saber histórico, cuando dicho límite deja de ser el dato establecido artificialmente y se convierte en una operación que identifica inagotablemente determinismos y dependencias. La separación respecto a lo Otro que sería el pasado, se transforma en la apertura de una indeterminabilidad que supone el continuo retorno problematizador de lo que “ya fue”. De esta manera, el psicoanálisis enseña la inquietante extrañeza de la historia, su fuente infinita de “objetos perdidos”.
Moisés y la religión monoteísta (1934/38)
de S. Freud. El psicoanálisis consuma el retorno de la alteridad exiliada del campo científico |
Esto implica que el historiador no reúne hechos, sino significantes. Su operación consiste en enunciar sentidos, que se ocultan bajo la ilusión de un “realismo” o del recurso insistente al “así pasó”. Desde tal perspectiva, la historia es un relato que entrecruza dos lógicas, ajeno a cualquier reduccionismo unilateral. El relato de lo que puede leerse en un pasado y el relato de aquello que es su propio trabajo, la narración de lo que pasó y la elucidación de sus reglas de trabajo o, para decirlo de otro modo: la fascinación por interpretar lo Otro y la comprensión de la especificidad de cada proceso interpretativo. En este doble juego del relato, el historiógrafo mismo –al igual que el psicoanalista- no puede borrar su propia relación con el tiempo como el lugar en que se inscriben sus formas de pertenencia a un presente y como el espacio de un desposeimiento, esto es: como a superficie en que sobrevive lo extraño.
La ficción, por ende, ya no funciona en la historia como el residuo eliminable que transgrede un imperativo de cientificidad, ni tampoco constituye el repertorio de las fábulas o las falsedades que un sistema refutatorio persigue para construir una verdad más acreditada. La ficción constituiría un elemento de un discurso historiográfico que está legitimado como científico, es decir, representaría la opacidad que define que la historiografía como una ciencia que no tiene los medios para serlo. Porque la historia despliega, en último término, una práctica acerca de aquello que más se resiste a la cientificidad (la relación social con el acontecimiento, con la violencia, con el pasado, con la muerte) y que, por ende, cualquier disciplina científica intentaría eliminar para constituirse. En esa compleja e inestable situación, el historiador pretende sostener una palabra en el tiempo.
En resumen, pueden identificarse cuatro puntos clave en la descripción certeuniana de la operación historiográfica:
1.- La relación de dependencia en la cual ésta se encontraría respecto a una institución social, entendida como la comunidad acreditada para la enunciación histórica.
2.- El procedimiento técnico que la caracteriza como un constructivismo del documento En este contexto, el documento manifiesta simultáneamente un sentido en tanto se lo interroga y una ausencia o límite en referencia al pasado.
3.- La historia sería un texto escrito que intenta, a través del relato narrativo, comprender el pasado negando la ausencia. Es decir, pretende reconciliar racionalidad y ficción.
4.- Precisamente por esto último, porque uno de sus elementos configuradores es la ficción, sería un saber ambivalente e inestable. Esto significa que el relato reúne significantes y no hechos, dentro de una referencia inagotable e interminable a lo Otro del pasado.
Ahora bien, la consideración general de estos cuatro puntos, exige aclarar que la apuesta de Certeau por el relato y la ficción no supone una indiferencia respecto a los asuntos de índole factual o veritativa, una suerte de neutralización de la ciencia histórica en nombre de lo meramente lingüístico o narrativo. Habría un intento, por el contrario, de reorientar la relación entre la singularidad inasible del evento (polo de la ficción) y la estructura que lo dota de significado (polo científico).
Desde esta perspectiva, De Certeau operaría de un modo similar a como lo hace Ricoeur, alejándose en igual medida de la posición que niega todo lazo entre historia y relato, cuanto de la postura contraria que pretende una reducción de toda historia a relato. Esto es lo que convierte a la epistemología de Certeau en un marco complejo y original: su énfasis en la ficción sin renunciar a la exploración de regularidades y leyes explicativas en la historia. En tal sentido, el historiador se diferenciaría del creador literario en que sus configuraciones narrativas pretenden una reconstrucción verdadera de los acontecimientos sucedidos, mediada por una relación normativa con los documentos.
Tomado de:
CASTRO ORELLANA, Rodrigo (): "Michel de Certeau: Historia y Ficción" En: Ingenium, Revista de historia del pensamiento moderno n°4, Julio-Diciembre de 2010, pp. 107-124.
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