Al fin tomé
una decisión: no escribir “sobre”, sino “a propósito” del filme. Porque
efectivamente, el de la directora polaca Agnieska Holland, como ocurre con los
grandes filmes políticos (inevitable no recordar la película La
Confesión de Costa Gavras) rebalsa la filmación y hace pensar en
situaciones similares ocurridas en otros lugares del mundo.
La historia
de Jan Palach es conocida. Después de la invasión soviética de 1968 diversos
grupos estudiantiles intentaron llevar a cabo acciones de resistencia. Uno de
esos decidió impulsar una heroica gesta: A partir del 19 de enero de 1969,
cuando Palach empapó su cuerpo con bencina para quemarse vivo, debería
suicidarse cada cierto tiempo un nuevo estudiante. Efectivamente; después de
Palach otros estudiantes se inmolaron (Jan Zajic en Febrero y Evžen Plocek en
Abril)
La idea,
desde el punto de vista político, era absurda. ¿Pero quién se atreve a pedir
extrema lógica a los movimientos de estudiantes? Las inmolaciones tenían como
objetivo sensibilizar a masas que, según la fantasía de los estudiantes, se
levantarían al unísono para expulsar a las tropas soviéticas. El filme, sin
embargo, no se centra en los estudiantes, sino en las figuras de la madre, en
la del hermano de Palach y en una joven abogada que buscaba esclarecer la
verdad de los hechos.
La dictadura
comunista divulgó la versión de que Palach había sido miembro de un grupo de
extrema derecha financiado por el imperialismo. Ante esa difamación, los tres
personajes nombrados no escatimaron esfuerzos para rehabilitar la memoria del
joven. Se trata, efectivamente, de una confrontación entre el bien,
representado en la madre de Jan, y el mal, en la figura de un cínico diputado
del régimen (en la Checoeslovaquia dictatorial también había “elecciones”)
¿Cuál era el
sentido de esa lucha? Desde un punto de vista práctico lo más conveniente
para la madre habría sido olvidar esa historia. Pero la madre de Palach no
cejó. ¿Qué la movía? Su hijo no iba a revivir, y el hermano de Jan, un obrero,
era sometido a presiones por la dictadura. Naturalmente, tenía todas las de
perder en un juicio oficial; y perdió.
La lucha por
la rehabilitación del estudiante pareció terminar el día en que la madre y el
hermano de Jan, al llevar flores al cementerio, no encontraron la tumba. Otro
cadáver ocupaba su lugar. Palach había sido borrado de la historia por los
agentes de seguridad. Fue en ese momento cuando el sentido de la lucha de la
madre de Jan quedó muy claro para todo espectador. Ella, una mujer del pueblo,
no luchaba por una ideología sino por el reconocimiento de la dignidad de un
hijo muerto.
La historia
de la madre de Palach se repetiría años después en la Argentina de Videla y en
el Chile de Pinochet. En ambos países las madres de “los desaparecidos” no
dejaron camino sin recorrer para que las dictaduras reconocieran al menos que
esos desaparecidos, aunque parezca paradoja, habían desaparecido sin dejar
huellas ni tumbas. Era el mínimo reconocimiento que exigían.
En contra de
lo que imaginan liberales y marxistas, las seres humanos no actúan solo por
intereses materiales. En el fondo de cada lucha política existe el deseo,
incluso la necesidad de ser reconocido en sus derechos. Sobre ese tema hay
-desde que Hegel estableciera en su Fenomenología del Espíritu la
relación entre amo y siervo como un motor histórico- una abundante literatura.
Los textos del canadiense Charles Taylor acerca del reconocimiento
multicultural y los del alemán Axel Honneth acerca del reconocimiento social
–ambos seguidores de Hegel- ya son clásicos.
Es también
conocida la insistencia de Hannah Arendt en torno al significado de la libertad
ciudadana en las revoluciones políticas. Mas, no escribiré aquí sobre tan
interesante materia. Me limito solo a constatar que las luchas por el reconocimiento
permiten entender el sentido íntimo de muchas luchas políticas
Desde que en
el 2011 aparecieran los indignados de la Puerta del Sol en Madrid, desde que
las grandes movilizaciones estudiantiles del mundo árabe pusieron en jaque a
arraigadas dictaduras, desde las movilizaciones estudiantiles de Chile ayer, y
desde las de Venezuela de hoy, es posible seguir un hilo común. Gracias a ese
hilo podemos entender como más allá de determinadas demandas, hay un deseo de
los actores por ser reconocidos, no como masas ni como datos estadísticos, sino
como ciudadanos de una nación común.
Observando
ayer un video en el cual el mandatario de Venezuela insultaba a los estudiantes
de su país llamándolos fascistas, agentes del imperio, sicarios de la droga y
otras barbaridades, no pude sino volver a pensar en Jan Palach, cuando el
régimen divulgó la mentira de que el estudiante había pertenecido a una
organización fascista. Contra esas mismas mentiras luchan hoy los jóvenes de
Venezuela. Hay que ser muy desdichado, o vivir envenenado por una ideología,
para no querer reconocerlo.
El
filme Burning Bush finaliza con escenas ocurridas veinte años
después de la desaparición de la tumba de Palach, cuando Checoeslovaquia llegó
a ser una nación democrática y la memoria de Jan reivindicada en su exacta
dimensión. Hoy, detrás del palco rectoral de la Universidad Karlowa, donde
cuelgan diversas banderas, hay un lugar siempre vacío. Es un vacío simbólico.
Ese vacío representa la ausencia de la presencia de Jan Palach.
Al final,
estoy convencido, la verdad termina por imponerse sobre la mentira. La razón no
es solo moral. Viene de un hecho objetivo: Detrás de cada mentira existe
siempre una verdad. Detrás de una verdad, en cambio, no puede haber ninguna
mentira pues la verdad es verdad. El problema es otro: ¿Cuántos vacíos
deja detrás de sí el reconocimiento de una verdad?
Fernando Mires
www.polimires.com,
APR. 4, 2016
Publicado
hace 18
hours ago por Miradas Multiples
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