jueves, 13 de julio de 2017

El imaginario social instituyente - Cornelius Castoriadis



La idea del imaginario social instituyente parece difícil de aceptar, y esto es comprensible. La misma situación se presenta cada vez que hablamos de una “potencialidad”, “facultad”, “potencia”. Porque nunca conocemos más que manifestaciones, efectos, productos –no aquello que son las manifestaciones. De allí las críticas a las concepciones de las “facultades del alma” -pero, dejando de lado el vocabulario, no queda claro qué se gana al hablar de “funciones”.

Evidentemente, lo mismo sucede con la imaginación. No podemos aprehenderla con nuestras manos, ni colocarla bajo un microscopio. Sin embargo, todo el mundo acepta que se hable de ella. ¿Por qué? ¿Porque podríamos indicarle un sustrato? ¿Y ese sustrato, podríamos colocarlo bajo un microscopio? No, pero cualquiera tiene la ilusión de
comprender, porque cree saber que hay un “alma”, y cree “conocer” sus actividades.

Digamos que la imaginación es una “función” de este alma (e incluso del “cerebro”, aquí no molesta). ¿En qué consiste esa
“función”? Entre otras cosas, como hemos visto, en transformar las “masas y energías” en cualidades (de manera más general en hacer surgir un flujo de representaciones, y -en el seno de éste- ligar rupturas, discontinuidades), en saltar del gallo al burro y de mediodía a las dos de la tarde. Nosotros reagrupamos estas determinaciones del flujo representativo (más comúnmente, del flujo subjetivo, consciente o no consciente) en una potencia, una dunamis, diría Aristóteles, un poder-hacer-ser adosado siempre sobre una reserva, una provisión, un plus posible. La familiaridad inmediata con este flujo suspende la sorpresa frente a su existencia misma y a su extraña capacidad de crear discontinuidades al mismo tiempo que las ignora al enlazarlas.

Es comprensible que sea este último aspecto, el salto, lo inesperado, lo discontinuo, el lugar por el cual se acuña la potencia creadora de la imaginación. Esta potencia resta inasible para Aristóteles y para Kant (también para Fichte, Heidegger y Merleau-Ponty). Y es exactamente este mismo aspecto -los saltos, las rupturas, las discontinuidades- el que durante milenios los hombres han imputado a la intervención de un espíritu o de un dios (lo cual constituye aún claramente la disposición del hombre homérico y determina la reflexión de Platón sobre la poesía, cuando la atribuye a una “furia divina”).  


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