13 marzo 2017
José Luis Pardo
Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas
Barcelona, Anagrama, 2016, 296 pp.
Podríamos decir, sin riesgo de equivocarnos, que José Luis Pardo (Madrid, 1954) prefiere la filosofía al desorden. Aunque sea, justamente y como muestra el caso que nos ocupa, una filosofía del desorden: un intento por dar sentido al descontento generalizado que recorre el mundo occidental. Se trata de un intento tan logrado que este libro, que se maneja en el territorio fronterizo entre la filosofía política y la filosofía tout court, obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo y ha agotado ya varias ediciones. Pero quien se acerque a estas páginas buscando respuestas definitivas al malestar contemporáneo se sentirá decepcionado. Nuestro autor cumple aquí con el cometido que él mismo asigna a la labor filosófica: no tanto saber la verdad como examinar el significado de la noción misma de verdad. Y lo hace con plena atención al lenguaje, entendido como una ideología que está por encima de las ideas: un depósito de lugares comunes donde podemos identificar las patologías de nuestro tiempo. En ese sentido, Pardo lleva aquí a término una tarea de cuño nietzscheana: una genealogía del malestar que, escrita con persuasiva brillantez y salpimentada con guiños a la música pop, nos ayuda a comprender un fenómeno de largo recorrido histórico. Sus agudas conclusiones acaso disgustarán en algunas trincheras ideológicas, pero así suele ocurrir con el pensamiento que solo se compromete con la extenuante búsqueda de la verdad.
El estudio genealógico que aquí propone Pardo dibuja un arco que empieza en Platón, sigue en Hegel y desemboca –urinario de Duchamp mediante– en Alain Badiou y Podemos. ¡Chocante! Pero hay método en una mirada que descubre los trazos de una forma de entender la política peligrosamente enraizada en la idea de la autenticidad. Para empezar, autenticidad política: “esa concepción de la política basada en el antagonismo y no en el pacto, y que no se piensa a sí misma como asentada en los cauces del derecho”. Una idea de la política aquejada de lo que Pardo llama el “virus Schmitt”, según el cual la política solo es tal si nos jugamos la vida en ella y, por tanto, estamos dispuestos a matar por ella. Son brillantes las páginas en que, contraponiendo a Schmitt y Hobbes, se muestra que el presunto “realismo” del primero, conforme al cual el pacto social es una farsa imposible, termina por ser menos realista que el contractualismo protoliberal del segundo. A decir verdad, sugiere Pardo, el contrato civil es el presupuesto contrafáctico de ese hecho histórico que es el Estado de derecho: lo privado presupone lo público. Y el liberalismo no es otra cosa que el conjunto de discursos y reflexiones que intentan comprender y fundar racionalmente el Estado moderno. No es una teoría filosófico-política que deba medirse con las demás, sino aquella que las acoge a todas en un mismo marco democrático. De ahí que, dice Pardo sin llegar a decirlo, el antiliberal se sitúe fuera del plano democrático.
Esto último se hace visible cada vez que una fuerza política elige la calle por encima del parlamento, a través de una acción directa que solo tenía verdadero sentido cuando se negaba la representación política a aquellos que ahora pueden ejercer plenamente su ciudadanía. Resulta de aquí una distinción entre la política auténtica (que remite al conflicto, la violencia y la guerra) y la inauténtica (consensual, persuasiva, pacífica). Siendo máximo exponente de la primera un comunismo que “pretende ser la única posibilidad de creer en otra sociedad o en otra humanidad”. Es un comunismo que, liberado del fardo de su fracaso histórico tras 1989, opera ahora como pura idea trascendente y contrafáctica: unidad básica de la esperanza revolucionaria. A consecuencia de ello, también hay una filosofía auténtica y una filosofía inauténtica: los que ejercen la primera son aquellos que están “comprometidos” con la revolución misma y empeñados por ello en la transformación del mundo. ¡Aun a costa de su independencia intelectual! No en vano, el comunismo se parece mucho a una fe religiosa, como prueba su adhesión a una teleología histórica de orden escatológico: un proceso necesario que culmina en la sociedad sin clases. Es por tanto deber de todo revolucionario, intelectuales incluidos, acelerar ese proceso histórico.
Son estimulantes las páginas que Pardo dedica a las vanguardias artísticas y su relación con las políticas de la autenticidad. Habla de sus dos “fracasos triunfales”, a partir de las famosas tesis de Benjamin sobre la estetización de la política y la politización de la estética. Y es que en su búsqueda del cero, por emplear la expresión de Álvaro Delgado-Gal, las vanguardias quisieron diluir la distancia entre el arte y la vida. Hicieron así de avanzadilla de lo que nunca llegó a realizarse: aquella insurrección contra la autonomía del arte es hoy, también, arte. Y si su “politización” ha llegado a significar que un buen número de artistas legitiman hoy su obra ideológicamente, como parte de la lucha contra el capitalismo o el neoliberalismo, la condigna “estetización de la política” resulta en el debilitamiento de sus componentes discursivos en beneficio de las apelaciones afectivas. Algo que el nuevo populismo ha comprendido bien, insertándose así en la tradición del realismo político.
Hablamos de una nostalgia de la autenticidad que adopta hoy tintes foucaultianos, visibles en la descalificación del Estado de bienestar como mecanismo de control disciplinario. Ocurre que la democracia realmente existente es así vista como un freno para la realización de la verdadera democracia, de modo que el realismo termina por ser bien poco realista en su perfeccionismo intransigente: “¿Quién iba a convencerlos ahora de que no hay otra, de que la democracia no es incompatible con las estrecheces económicas, ni con la corrupción política, ni con la colusión entre poderes fácticos, y que todo ello, en lugar de animarnos a liquidar el sistema y acabar con las instituciones que lo sustentan, es lo que hace que resulte tan importante que los parlamentos, los tribunales, los gobiernos y la prensa funcionen bien, porque constituyen la única defensa legítima y creíble contra esos males?”
Quien lea este libro, en fin, disfrutará con la innegable capacidad argumentativa de su autor y encontrará nuevas herramientas para entender su tiempo, descrito aquí certeramente como aquel en que la Historia dejó paso al Acontecimiento y la revolución fue reemplazada por la turbulencia. Habrá quien sostenga que, por su defensa de la democracia liberal y el Estado de bienestar, se trata de un libro conservador. Pero es más bien un libro que nos ayuda a discernir aquello que merece la pena conservar, que resulta ser precisamente aquello que, hace no tanto tiempo, fue revolucionario alcanzar.
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