Igor Sádaba es licenciado en Ciencias Físicas y licenciado y doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación incluyen fundamentalmente las nuevas tecnologías, los movimientos sociales, la exclusión social y la sociología económica. Ha realizado investigaciones sobre usos sociales y políticos de las nuevas tecnologías, brecha digital, impacto ambiental y propiedad intelectual, entre otras. Sus publicaciones más recientes son los libros Dominio abierto: conocimiento libre y cooperación (CBA, 2009), La Propiedad Intelectual ¿Mercancías privadas o bienes públicos? (Los Libros de la Catarata, 2008), Movimientos sociales y cultura digital (coordinador con Ángel Gordo) (Los Libros de la Catarata, 2008) y la monografía Nuevas tecnologías y participación política en tiempos de globalización (con Sara López y Gustavo Roig, HEGOA-UPV, 2003). También, los artículos «Dilemas y oportunidades del conocimiento abierto» y «Regula que algo queda. Nuevas tecnologías en entredicho», en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global núms. 110 y 112, respectivamente. En la actualidad es profesor en el departamento de Sociología IV. Métodos y técnicas de investigación social de la UCM.
Olga Abasolo (OA): En primer lugar, nos gustaría que esbozaras una caracterización de la relación entre tecnología y sociedad. ¿La tecnología como motor de cambio social (determinismo tecnológico), o son los factores sociales, culturales o políticos los que influyen en el cambio tecnológico?
Igor Sádaba (IS): Bueno, la pregunta es suficientemente compleja como para dar una respuesta breve y sencilla. Creo que todavía seguimos lidiando con la relación entre cambio tecnológico y cambio social e intuyo que lo haremos durante décadas o siglos. El problema es que la tecnología, y cada vez más intensamente, se ha convertido en una matriz mitológica moderna, en una fuente inagotable de imágenes e iconos deslumbrantes, viñetas que se suceden con vértigo. La secularización ha consistido, entre otras cosas, en cambiar sacerdotes por gurús de la red y tótems mágicos por dispositivos táctiles con wifi. Lo curioso es que tanto detractores como propulsores, apocalípticos e integrados, ven la tecnología como una fuerza de la naturaleza que se nos impone o que nos libera sin reparar en las condiciones sociales de producción, apropiación o uso de la misma. Se ha impuesto un modelo de socialización tecnológica tan acelerado que difumina en exceso las dimensiones sociales e históricas en las que se encuadra. Ya lo decía David Noble (La religión de la tecnología, Paidós) que la redención y la salvación en el capitalismo global pasan por algún tipo de fórmula tecnológica. Piensa que hasta el Vaticano tiene cuenta en Twitter. Quizás sea por lo llamativo, incomprensible o el resplandor de sus fuegos artificiales, pero está claro que ejerce fascinación hasta rayar en un determinismo o fetichismo peligroso. Si se piensa un poco, puede comprobarse cómo el desarrollo tecnológico en Occidente presenta siempre caracteres con raíces religiosas en términos de rescate o infierno, edén o castigo. Pero todo esto no lo digo como una crítica ácida o atropellada al avance tecnológico; me declaro un usuario más de la misma, los problemas surgen cuando nos creemos dioses con ella en las manos.