martes, 15 de agosto de 2017

Hace 50 años surgió el movimiento "hippies" - Rosa Jiménez Cano y Diego A. Marnrique

Los ‘hippies’ dieron paso a las tecnológicas
San Francisco celebra el 50 aniversario del estallido del movimiento de la contracultura

Mary Riley y su gemela Frances eran entonces dos niñas de Palo Alto, uno de los pueblos que rodean San Francisco. Su muy liberal educación tenía una profesora adicional, improvisada e inesperada. De cuando en cuando, aparecía una cantante local, Joan Baez, y sacaba a los críos de clase para cantar bajo un árbol con su guitarra. 

Eran tiempos de cambio, era lo que se vivía en la zona tras el Verano del Amor.Su madre, que murió el pasado verano, era una maestra de su colegio, el Peninsula School, hoy centenario y todavía innovador. Ella les hizo vivir, siendo niñas, un verano que marcó su vida.

Hace 50 años el cruce entre las calles Haight y Ashbury cobró un significado diferente. Hoy es uno de los puntos turísticos obligados. Entonces, el lugar de concentración de más de 75.000 activistas del amor libre, el consumo de drogas con fin recreativo y la paz. En la orilla del Pacífico, estaban ya hartos de ver llegar ataúdes de Vietnam. Ahí empezó el movimiento de protesta, de contracultura, de crítica contra una incipiente sociedad de consumo.

Y comenzó a sonar de manera constante una canción, de The Mamas and the Papas, “San Francisco (Be sure to wear flowers in your hair)”. Se estrenó el 13 de mayo, en julio llegó al número cuatro en Billboard. Todo el país supo que en la ciudad de la Bahía comenzaban los aires de cambio.

Ha pasado medio siglo y la ciudad mantiene el trazado, el escenario y un buen puñado de hippies que viven por voluntad propia repartidos entre Buena Vista Park y el Golden Gate Park, pero la esencia no es la misma salvo en pequeños círculos, como los de las hermanas Riley. En las diferentes oleadas tecnológicas, la ciudad ha ido cambiando y perdiendo esta esencia. Mary y Frances son rara avis, dos animales de colección. Extrañas autóctonas en un mundo invadido por los yupis del .com y las aplicaciones móviles. La primera gestiona una colección de cine, celuloide, en blanco y negro, que paró el reloj en los años cuarenta. La otra forma parte del departamento de antropología de Berkeley. Apenas viven a 30 kilómetros del lugar donde nacieron, pero San Francisco, su San Francisco en la memoria que se fraguó en aquel verano ya no se parece tanto.

La nueva fiebre del oro ha ido empañando el recuerdo en casi toda la urbe, salvo en el cruce de calles donde empezó todo. Ahí, en una tienda de ropa de segunda mano, Love on Haight, solo suena Grateful Dead, otro mito local. A pocos metros, Amoeba, una tienda de discos vive un nuevo revivir con el auge del vinilo. Cada tarde, en el escenario de esta nave actúa un grupo del barrio. En el segundo piso un consultorio dispensa cannabis previa compra de licencia. En una puerta pequeñita un médico pasa consulta para comprobar que sí, que en efecto, el paciente necesita relajarse y calmar el dolor. Una fórmula legal para poder comprar y consumir marihuana en California.

Hasta el 20 de agosto, el Museo De Young ofrece una exposición especial, conmemorativa del evento. Los turistas compran camisetas y libros de fotos, con el ánimo de llevar consigo un recuerdo de juventud.

Para sorpresa de todos los que han pasado por San Francisco en los meses de junio, julio o agosto, en 1967 se dio una extraña circunstancia. No hizo frío. Fue un verano relativamente cálido.
Con montones de estudiantes sin renovar la matrícula para el nuevo curso y algunos muertos por sobredosis, llegado el otoño, decidieron poner fin al sueño con un funeral. El 6 de octubre, en el parque Buena Vista, al ponerse el sol, celebraron la muerte del hippie. Y la vuelta a la relativa normalidad de San Francisco.

San Francisco 5 AGO 2017 - 06:36 CEST EL PAIS
 Asistentes a un concierto en San Francisco en agosto de 1967. AP



Paz y amor, verano del 67

El movimiento ‘hippy’ surgió hace 50 años en San Francisco para inspirar al resto del mundo e iniciar una verdadera revolución cultural


El 7 de agosto de 1967, la subcultura hippy recibió el equivalente de una bendición papal. George Harrison hizo una visita rápida al barrio de Haight-Ashbury, en San Francisco. Habló con la gente, tocó la guitarra y posó para el fotógrafo que le acompañaba.

De alguna manera, todo aquello también era consecuencia de la beatlemanía:buena parte del rock de San Francisco estaba confeccionado por folkies, músicos de guitarra de palo que se electrificaron tras ver ¡Qué noche la de aquel día!Curiosamente, un año antes, los Beatles habían dado su último concierto en la ciudad californiana, pero entonces viajaban en una burbuja y no se enteraron de lo que allí estaba fermentando.

Digamos que, ya en 1966, cristalizaba una rebelión contra los valores dominantes en la sociedad estadounidense, un rechazo de las instituciones (y si preguntaban los motivos, una respuesta inmediata: Vietnam, una guerra insensata desarrollada por tecnócratas). Pero estas posturas no se distanciaban mucho de las de la Nueva Izquierda, afincada en la adyacente Berkeley y otras universidades. Lo extraordinario de San Francisco era la congregación de disidentes dispuestos a explorar nuevas formas de trabajo, de relaciones sexuales, de realización personal.
Sí, tenían conexión con los beats de la era Eisenhower, aunque esos veteranos les miraban con condescendencia. Les llamaron hippies con un matiz despectivo, como si fueran una versión degradada de aquellos hipsters retratados por Jack Kerouac y celebrados por Norman Mailer.

Nada de eso molestaba a los hippies. En comparación con las pandillas de beatniks, se sabían un movimiento masivo, producto del baby boom de posguerra. No habían conocido las estrecheces y se enfrentaban a un futuro donde —según la cantinela de los futurólogos— robots y máquinas harían el trabajo desagradable, convirtiendo la gestión del ocio en un problema central. Disponían de una música, una moda, una jerga propias. “Una vida mejor gracias a la química”, el lema publicitario de los años cincuenta, se había materializado en la píldora anticonceptiva y en drogas como el LSD, legal hasta octubre de 1966.
   La joven Judy Smith, en el parque Golden Gate, de San Francisco, el 21 de junio de 1967. ROBERT W. KLEIN AP

Barrio bonito y barato

En San Francisco, se concentraron en Haight-Ashbury, un barrio bonito. Y barato: abundaban las casas llamadas “victorianas”, construidas después del terremoto de 1906, ahora desechadas por la clase media con aspiraciones. La ciudad siempre presumió de su tradición de tolerancia y eso evitó los automatismos represivos que habrían ahogado proyectos similares en otras latitudes. De hecho, el mote de “la generación del amor” fue una ocurrencia del jefe de policía de San Francisco, impresionado ante la elocuencia de sus cabecillas.

Esto es importante. El hipismo tuvo la buena fortuna de contar con gente audaz y preparada. Visionarios de la categoría de Ken Kesey, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, que difundió el LSD como una experiencia festiva y comunitaria. Eficaces organizadores de eventos como Billy Graham, luego principal promotor de conciertos de rock en Estados Unidos. Más criaturas voluntariamente marginales, como Augustus Owsley III, fabricante de millones de dosis de LSD de máxima calidad, o Emmett Grogran, inspirador de los Diggers anticapitalistas. Y toda una gama de gente que, enfrentada a la artrosis del sistema, tomó decisiones valientes: pensemos en el madrileño Ramón Sender, hijo del exiliado Ramón J. Sender, que invirtió sus escasos ahorros para poner en marcha el San Francisco Tape Music Center, el laboratorio de música electroacústica.

A primera vista, el Haight-Ashbury de finales de 1966 era un experimento social marcado por la promiscuidad y la abundancia de drogas. Esa carnaza, unido a la atractiva estética de sus protagonistas, hizo que funcionara como imán para los medios. De rebote, San Francisco se convirtió en una meca para adolescentes frustrados, dispuestos a escaparse de sus casas. Fueron los reportajes de prensa y TV los que hicieron la labor de promoción: aunque Jefferson Airplane publicaría sus mayores éxitos (Somebody to loveWhite rabbit) en 1967, el rock de San Francisco solo lograría impacto nacional tras el Verano del Amor.

Flores en el pelo

Así que las cabezas pensantes se imaginaron cómo sería el verano de 1967 y planearon una respuesta a lo que percibieron como lo que ahora llamaríamos una crisis humanitaria. Una oleada de, tal vez, 200.000 personas que vendrían de fuera, dispuestas a sumergirse en un nirvana de paz y amor. A diferencia de los nativos, ignoraban que San Francisco tiene un clima húmedo y desapacible. Haight-Ashbury sencillamente no podía absorber semejante invasión.
Mientas Scott McKenzie triunfaba con San Francisco ("asegúrate de llevar flores en tu pelo"), un disco concebido en Los Ángeles, las autoridades locales discutían formas de disuadir aquel turismo no deseado. Fue la propia comunidad hippy la que reaccionó ante lo inevitable, con servicios que pretendían paliar el previsible desastre. Vía telefónica, el Switchboard proporcionaba información básica. La Communications Company imprimía en multicopista avisos que se difundían por calles y parques. Se puso en marcha la Free Clinic que —sin reproches morales— atendía los pasotes de drogas y las enfermedades de transmisión sexual. HALO, un colectivo de abogados, ofrecía respaldo legal. Y los Diggers se ocupaban de servir comida, conseguida mediante donaciones o robos.

Todo en un ambiente lúdico, donde circulaban todo tipo de fantasías. Durante unos meses, se difundió el rumor de que las pieles de plátano, convenientemente secadas y trituradas, tenían propiedades alucinógenas. Todavía no se sabe si fue una broma genial o el empeño de algún psiconauta en busca de nuevos colocones.

Epidemia de heroína

Muchos años después, batallones de sociólogos investigaron las dimensiones del Verano del Amor. Han comprobado que, en aquellos meses, el Haight-Ashbury era la residencia de unos 7.000 hippies; arribaron entre 50.000 y 70.000 aspirantes a instalarse allí. Por muchos pisos francos que funcionaran, la mayoría terminó por dispersarse. En general, no fue un gran trauma: coincidió con una creciente atracción por la vida rural, a veces organizada en comunas en los cercanos condados de Marin y Sonoma.

Evitaron así los años de decadencia, marcados por la epidemia de heroína. Esquivaron a monstruos como Charles Manson, que convertiría a su Familia en un escuadrón de zombis asesinos. No contemplaron la transformación de Los Ángeles del Infierno, motorizados compañeros de viaje, en un implacable grupo mafioso.

Hoy, el hipismo todavía provoca polémica (y enorme furia en la derecha, que en ese momento perdió la hegemonía cultural). Resulta cómodo destacar el fracaso de su programa maximalista. Por el contrario, se necesita hacer un esfuerzo para apreciar sus aportaciones al modo de vida actual: la conciencia ecológica, la flexibilidad sexual, el vegetarianismo, el háztelo-tu-mismo que sugerían iniciativas como el Whole Earth Catalog; hasta las reglas que rigen en la World Wide Web tienen raíces contraculturales. Dejando aparte el folclor psicodélico, el mundo de hoy ha asumido mucho del hipismo de 1967. Y Haight-Ashbury fue su kilómetro cero.


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