Cabe preguntarse si a partir de la idea de una ciudadanía latinoamericana se pueden estimular los debates largamente silenciados sobre la igualdad y las diferencias sociales.
Seguramente pocos autores han argumentado con tanta fuerza como Georges Sorel a favor de la potencia innovadora del mito. En sus Reflexiones sobre la violencia (1908), Sorel planteó que el capitalismo se acabaría el día en que todos los trabajadores se unieran en una gran huelga general que paralizase definitivamente el sistema. ¿Era un vaticinio? Como él mismo diría después, no tenía aspiraciones de astrólogo o de profeta. Le importaba incidir sobre el presente, no adivinar el futuro. Y por eso le asignaba al mito de la huelga general un gran efecto movilizador: buscaba con él que los trabajadores tomasen conciencia inmediata de que eran ellos los verdaderos creadores de la riqueza, algo que la mayoría aún ignoraba.
Salvando prudentemente la distancia, ¿puede cumplir hoy un papel semejante la idea de una ciudadanía latinoamericana, que englobe en un proyecto común a todos los habitantes de nuestro subcontinente o, por lo menos, a los de los países del Mercosur?
¿Es imaginable que opere como un mito eficaz en una región cada vez más dependiente y menos justa? Hay algunas razones para creerlo así, aunque existen también otras que invitan a la cautela o incluso al escepticismo.
Comencemos por reconocer que la noción de ciudadanía ocupa un lugar bastante secundario en los actuales debates políticos de la zona. Se entiende por qué. Se trata de una noción que, tomada en serio, resulta inseparable de otra, la de derechos humanos, pues supone la integración como iguales de los miembros de una comunidad nacional, lo cual exige, a su vez, que tales miembros gocen plena y efectivamente de sus derechos civiles, políticos, sociales y culturales. Para ser más preciso: no únicamente que se les permita votar, sino que haya tribunales que los pongan a resguardo de cualquier violación de la ley; que cuenten con un trabajo decente; que puedan educarse y cultivarse; que no queden desvalidos por razones de enfermedad o vejez; que no sean discriminados por su color, género o religión; etc. Sin ello, no se cumplen los requisitos mínimos de libertad personal y de autonomía moral que exige la concepción contemporánea de la ciudadanía. Por desgracia, para amplios sectores de la población de América Latina todo esto suena a pura utopía; a pesar de lo cual, los gobiernos, para legitimarse, apelan a la ficción de una homogeneidad social inexistente y prefieren que el asunto de los contenidos concretos de la ciudadanía se discuta lo menos posible y, sobre todo, que la mayoría de la gente no se los tome demasiado en serio. Si hay contrato social, no más del 20 o 30 % de los latinoamericanos poseen los atributos que los convierten realmente en partes de él.
Creo que éste constituiría ya un primer buen motivo para fomentar el debate sobre la ciudadanía latinoamericana, poniendo así sobre el tapete el carácter objetivamente restringido y sesgado de la participación política en nuestros países, ése del que no se habla. Pero hay otra razón que refuerza el argumento. Aquella homogeneidad abstracta que promueve la visión liberal da sustento a la imagen de una ciudadanía integrada, mientras que cualquier intento por pensar el problema en términos supranacionales debe abrirse naturalmente a la posibilidad de una ciudadanía diferenciada, que respete las peculiaridades de cada lugar. Pero, si esto sucediera, si se consiguiese ligar las ideas de ciudadanía y de heterogeneidad social, sería altamente probable que el proceso no pudiera detenerse allí y condujese a revisar la complejidad real que se da también en el interior de las fronteras nacionales. Esta complejidad abarca desde las masas rurales y urbanas que se encuentran en situaciones de marginalidad o de exclusión social, hasta los diversos grupos étnicos, religiosos o culturales que ven amenazadas sus identidades, todos los cuales necesitarían de protecciones y/o compensaciones específicas que la ficción niveladora les niega.
En la práctica, y desde la perspectiva que adopto, la discusión de una ciudadanía latinoamericana sería entonces complementaria con la discusión de la ciudadanía nacional y contribuiría a dinamizarla. En ambos casos, todos los ciudadanos deberían hallarse en el pleno uso de sus derechos fundamentales, por lo cual, por ejemplo, no sería admisible ni lícito en ningún plano que las condiciones de trabajo fuesen abusivas, o que no se asegurara el acceso universal a la educación o a la salud, o que no se protegiese a los necesitados
De igual modo, entre las diversidades que tendrían que ser respetadas ocuparían un lugar importante las nacionales, pero no serían las únicas; y deberían multiplicarse los esfuerzos por generar espacios de diálogo y de intercambio entre actores socioculturales diferentes, sin mengua de sus particularidades.
En otras palabras, el problema resultaría básicamente de escala pero la índole de las cuestiones no sería tan distinta y podría operar como disparador de preguntas que hoy ni siquiera llegan a formularse. Es en este sentido que la idea de una ciudadanía latinoamericana estaría en condiciones de cumplir una función doblemente movilizadora: por una parte, al instalar la idea misma de una comunidad regional de intereses, que aumentaría tanto nuestra capacidad de desarrollo como nuestra fuerza de negociación frente a las grandes potencias y sus grupos; y, por la otra, al impulsar el debate colectivo hoy tan silenciado en torno a la noción de ciudadanía y a su indispensable vinculación con el tema de los derechos humanos.
Es claro que mi referencia inicial al mito soreliano no fue inocente. En primer lugar, no cualquier concepción de la integración latinoamericana (o subregional) es armonizable con el espíritu de una analogía como la propuesta. Hasta ahora, los proyectos de esa índole que se han concretado fueron producidos “desde arriba”, por representantes de los sectores con mayor poder económico y político, los mismos que ya son parte de los contratos sociales excluyentes que rigen en nuestros países; y, obviamente, no es de eso que estoy hablando aquí. La construcción de una ciudadanía latinoamericana debe asumirse como una tarea conflictiva, que tiene que ubicarse de entrada en la arena de las luchas políticas e ideológicas como portadora de una demanda sostenida de solidaridad y de justicia social.
Después, se hace necesario reconocer que es muy grande el peso de los localismos y de las desconfianzas que conspiran contra una idea como ésta (Freud advirtió sabiamente acerca del “narcisismo de las pequeñas diferencias”, ése que lleva a extremar los recelos y los enfrentamientos entre quienes más se parecen y más ganarían con unirse). A modo de ejemplo, cabe señalar lo poquísimo que ha avanzado en los hechos la iniciativa de una “Europa de ciudadanos” desde que la introdujo en 1975 el Informe Tindemans, y ello a pesar de los éxitos palpables de la Unión Europea. (Basta leer los resultados periódicos del Eurobarómetro para comprobar que, recurrentemente, alrededor de la mitad de los encuestados expresan todavía hoy las reservas que les despierta ser miembros de dicha Unión).
Pero, insisto, como en el mito soreliano, en realidad importa menos saber si llegará a establecerse algún día una verdadera ciudadanía latinoamericana (por más deseable que esto sea), que utilizarla como un recurso eficaz para abrir de inmediato un debate fuerte en torno a la igualdad, a la integración y a las diferencias, en una región debilitada por la falta de unidad y en naciones que se dicen democráticas pero donde los derechos plenos de ciudadanía constituyen un privilegio de minorías. Desde Bolívar a Mariátegui, pasando por Ugarte o por Martí, estoy convencido de que serían pocos los próceres latinoamericanos que objetarían que hoy se promueva intensamente un uso activo de su proyecto en los términos que planteo.
por JOSÉ NUN
Politólogo, Investigador Principal del CONICET
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