José Rodríguez Elizondo
La invasión de los outsiders en la política peruana ha dado origen a un sistema sui generis, donde los presidentes son elegidos como "mal menor". Esto ha significado, a la vez, una decadencia del sistema de partidos políticos estructurados. Tal vez estemos ante una nueva manera de administrar la democracia, tan insegura como la tradicional.
Publicado en El Mercurio, 15.6.2016
Político inteligente y realista, Pedro Pablo Kuczynski
(PPK) prefiere definirse como “tecnócrata”. Sabe que los bonos de los políticos
profesionales están por los suelos.
También se asume como “el mejor mal menor” del Perú,
lo cual contiene un escarmiento. Alberto Fujimori, mal menor de 1990, fue un
fiasco con tragedia. Tras su fuga los partidos políticos ya no pudieron
recuperarse y se resignaron a la suerte del malmenorismo.
Así llegó a la Presidencia Alejandro Toledo, para bloquear el retorno del
temerario Alan García. Luego llegó el mismo García -pero virado al liberalismo
tranquilo-, para bloquear la ascensión de Ollanta Humala. Este, apoyado por
Hugo Chávez, había prometido a su padre un nacionalismo racista y una revancha
contra Chile. A continuación, para derrotar a Keiko, la heredera de Fujimori,
el propio Humala se ciñó la banda, tras mostrar un certificado de buena conducta
expedido por Mario Vargas Llosa y Javier Pérez de Cuéllar.
Desde esa experiencia, los peruanos enfrentaron las
recientes elecciones con agrupaciones políticas personalizadas, partidos en
extinción y un “frente” de izquierdistas testimoniales. Tras el filtro de la
primera vuelta, pasaron al ballotage PPK y Keiko. Ella, como representante de
un capitalismo “cholo” y clasemediero, con relaciones sospechosas. Él, como
representante de un capitalismo “cuico”, tecnológicamente aspiracional y muy
bien relacionado.
Dada la amplia ventaja de Keiko en primera vuelta
(39,8 vs. 20,9 de PPK) sus creativos se apresuraron a adjudicarle la corona del
mal menor. Una hija no es responsable por las fechorías de su padre, dijeron,
soslayando que esta hija concreta cohonestó demasiados entuertos y tenía en su
equipo a demasiados cómplices del dictador. Los encuestadores, por su lado,
negaron las posibilidades de PPK: ni Spiderman podría saltar desde menos de un
21% al 50 % más un voto.
Todos olvidaron que el Perú es un país electoralmente
imprevisible. Esto se confirmó a días de la elección, cuando los imprevistos
cayeron sobre la cabeza de Keiko. El primero, su hermano Kenji proclamándose
“sucesor”. Luego, una denuncia por lavado de activos, avalada por la DEA,
contra el secretario general de su organización. En paralelo, una falsificación
mediática del hecho, por cuenta del único candidato a vicepresidente
sobreviviente de su lista. Si el Tribunal Electoral se hubiera atrevido a
recusarlo –como hizo con el otro vicepresidente candidato- ella habría quedado
sin fórmula presidencial.
Fueron señales que activaron las memorias. Con marchas
multitudinarias y nuevas piezas de convicción, los antifujimoristas salieron a
alertar sobre la amenaza inminente. El periodista Gustavo Gorriti, gravitante
líder de opinión, produjo un vibrante alegato. “Siempre votamos por quien no
hubiéramos deseado hacerlo, para salvar la erosionada democracia del enemigo
del momento”, escribió. Pero, agregó, de ganar Keiko “el mal menor nos terminará
llevando al fin del círculo, de regreso al fujimorato, por más que éste se
presente como nuevo y diferente.”
El puntillazo vino desde las subestimadas izquierdas.
Quienes juraban que en la coyuntura no pinchaban ni cortaban se encontraron, de
sopetón, con que Verónika Mendoza, líder del Frente Amplio –18% de la
votación-, apoyaba la candidatura de PPK, asumiendo, pragmática, que el mal
mayor era Keiko. En ese momento consulté a Fernando Yovera, sabio ex colega de
Caretas. Su pronóstico, emitido el 2 de junio fue exacto: “Creo que PPK va a
ganar. La victoria será sumamente ajustada y van a pelear voto a voto.”
Así fue como el mal menor siguió dirimiendo elecciones
en el Perú y sosteniendo una democracia sin partidos. Pero, ojo, esto ya no
debe parecernos una rareza. En nuestro país (tan serio), está reptando un
síndrome que conduce a lo mismo. En efecto, la funcional Concertación dejó de
existir, la Nueva Mayoría se está acabando, militantes conspicuos -de
izquierdas y derechas- abandonan la militancia, la corrupción política ahora
pisa fuerte, los parlamentarios siguen cobrando un ojo de la cara, surgen
nuevos referentes políticos en el espectro, terroristas inexistentes atacan en
el sur, estudiantes declaran que no dejarán que el gobierno gobierne, los ciudadanos
son asaltados a domicilio, los vándalos impunes ya no respetan ni a Cristo. Son
síntomas de lo que en el Perú bautizaron, hace décadas, como “el desborde del
Estado”.
A mayor abundamiento, la crisis de los partidos no se
limita a nuestra región. Hasta en los Estados Unidos hay temblores en el
sistema. Puede decirse que los duros hechos están sobrepasando la teoría
ortodoxa, según la cual era impensable una democracia sin partidos. Punto a
favor de Karl Popper, quien la identificaba con un mal menor: facilitar el
cambio incruento de los gobernantes.
En resumidas cuentas, habrá que seguir con atención la
andadura de PPK. Su gobierno bien podría ser el test case de una gran
alternativa regional: O los electores nos limitamos cada cierto tiempo a salvar
la democracia por “tincada” o los políticos, en vez de llevar a sus partidos
hacia la nada, recuperan las claves de la ética que exige una democracia de
verdad.
José
Rodríguez Elizondo
Miércoles,
15 de junio 2016
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