François Furet destaca entre los más influyentes intelectuales de finales del siglo xx en Francia. Su obra como historiador de la Revolución francesa apuntaba directamente contra la interpretación socioeconómica marxista que entonces prevalecía y que llevaba implícita la celebración de la República jacobina. En Penser la Révolution française (1978) sustituyó esta interpretación con una narración en la que una ideología revolucionaria maniquea conducía inevitablemente al Terror, que se consideraba como un preludio del «totalitarismo» del siglo xx. Furet, que en una famosa afirmación sostuvo que «la Revolución francesa ha terminado», quiso poner punto y final a la cultura revolucionaria de la izquierda francesa, a la que hacía responsable de sus devaneos con el bolchevismo. A finales de la década de 1980 había logrado sobradamente su objetivo y, como era de esperar, los medios de comunicación le coronaron como el «rey» del año del bicentenario de la Revolución.
Naturalmente, los acontecimientos políticos (el Gobierno de Mitterrand rechazando cualquier mención a una «ruptura con el capitalismo» y el hundimiento del bloque soviético) jugaron un papel mucho mayor a la hora de determinar la trayectoria ideológica de Francia que la obra de un pensador individual. Pero Furet merece tanto crédito como cualquier otro por el alejamiento de los intelectuales franceses de la política revolucionaria y su acercamiento a las opciones liberal-demócratas. Furet no fue únicamente un historiador, sino también un comentarista habitual de la política nacional e internacional en el semanario Le Nouvel Observateur y otras plataformas mediáticas. Igualmente, desempeñó un papel destacado como director de la École des Hautes Études de Sciences Sociales (ehess) y fundador de instituciones como la Fondation Saint-Simon y el Institut Raymond Aron. En 1995 su libro Le passé d’une illusion, que festejaba el colapso del comunismo, se convirtió instantáneamente en un éxito de ventas.
En Francia, desde su muerte en 1997, la influencia de Furet se ha naturalizado en gran medida. En los últimos años se han publicado un puñado de estudios críticos, entre ellos, algunos procedentes de la esfera anglosajona. François Furet: les chemins de la melancolie, de Christopher Prochasson, es, hasta el momento, el estudio más importante sobre su vida y su obra y coloca al historiador bajo una luz mucho más amable. Prochasson, agrégé en Historia en 1983, trabajó junto a Furet en la ehess a partir de 1991 y ha ocupado allí el puesto de director de Estudios desde 1999. Como Furet, ha compaginado su puesto con frecuentes apariciones en los medios de comunicación y ha evolucionado políticamente desde la militancia de izquierda (en la corriente ceres del Partido Socialista) a una crítica de la persistencia de la tradición revolucionaria francesa en la política nacional. Una medida de su integración en el sistema fue su nombramiento por el Gobierno de Hollande como rector de la Universidad de Caen, un puesto destacado dentro de la administración educativa.
A pesar de su extensión (más de quinientas páginas), la biografía de Prochasson no pretende ser exhaustiva. Muchos aspectos de la vida de Furet se evitan deliberadamente, especialmente sus asuntos privados y su papel como presidente de la ehess. El objetivo del autor, en sus palabras, es «seguir el pensamiento de un historiador que se enfrenta a su época». Prochasson busca también pulir la imagen de Furet, respondiendo a las críticas políticas y académicas que se han hecho a su obra, citando entre ellas La décennie, de François Cusset, La pensée tiède, de Perry Anderson, y la obra del autor de este artículo. Políticamente, la biografía de Prochasson es una exhortación a reconocer la relevancia contemporánea de Furet para la izquierda francesa, un campo con el que, según Prochasson, él siempre se identificó y que ahora podría encontrar en su pensamiento «los elementos para una renovación doctrinal». En el frente historiográfico, Prochasson ofrece una defensa de la muy polémica actividad académica de Furet: si bien impulsada por el anticomunismo y a menudo de tono militante, la obra histórica de Furet fue, defiende, rigurosa y su impulso político, lejos de comprometerla intelectualmente, contribuye a su excelencia.
Para presentar su argumento, Prochasson organiza su material en dos secciones principales. La parte primera, «Historia e historiadores», se inicia con una breve discusión sobre los primeros años de Furet y su pertenencia al Partido Comunista Francés (pcf).
Los capítulos siguientes se dedican a su obra sobre la Revolución francesa, a sus lecturas de Tocqueville, Marx y otros pensadores y a su metodología histórica. La segunda parte, «Política», se concentra en las ideas e intervenciones políticas de Furet, pero también estudia su obra académica sobre el comunismo, su producción periodística y su interés por Estados Unidos, Israel y Europa. Como materiales primarios, Prochasson ha empleado los escritos de Furet, sus apariciones en los medios audiovisuales y sus archivos personales, los papeles que dejó en su despacho al morir. Con un puñado de excepciones, ha evitado entrevistar a quieres conocieron a Furet y su investigación de archivo se limita a los del propio historiador, asegurando así que el peso del libro se incline hacia los últimos años de su personaje.
Las inquietudes y los materiales que maneja Prochasson impiden a menudo que el libro alcance una comprensión más profunda del tema. Habla poco de la juventud y primera madurez de Furet; es cierto que la información sobre esa etapa de su vida es escasa, pero Prochasson apenas se esfuerza en superar esos obstáculos, afirmando que «el trabajo del biógrafo no puede ignorar los silencios (de Furet), que es apropiado respetar». Sin embargo no tiene reparos en aventurar hipótesis biográficas: en más de una ocasión se refiere a un roce casi mortal con la tuberculosis en la década de 1950 para explicar la urgencia del historiador (y su insolencia). Así que ¿por qué no tomar en consideración otros aspectos de sus primeros años? Una cuestión obvia sería si hay un vínculo potencial entre la obra de Furet sobre la Revolución francesa y sus raíces familiares en la región de la Vendée, que se levantó en armas contra la Revolución en 1793 y desde entonces lleva ese estigma. El padre de Furet escribió una historia de la ciudad vendeana de Cholet, donde el propio Furet fue dos años a la escuela durante la guerra.
También habría sido de esperar que a la experiencia de Furet en la Resistencia y a una problemática temporada en el ejército francés se le concedieran más que un único párrafo en el texto. ¿Qué relaciones se pueden establecer entre este antifascismo juvenil, la posterior fase comunista de Furet y la crítica del antifascismo en Le passé d’une illusion? ¿Pudiera ser que la posterior antipatía que sentía Furet por cualquier forma de nacionalismo tuviera algo que ver con el hecho de que casi se le arrastró ante un tribunal militar por deserción? Prochasson solo menciona estos episodios de pasada, y no vuelve a referirse a ellos en el resto del libro. Podría haber entrevistado al hermano mayor de Furet, Marcel, o a su primo Menie Gregoire, y consultado su dosier de la Resistencia en los archivos militares de Vincennes para más información, pero eligió no hacerlo.
Este enfoque se prolonga en el examen del activismo político temprano de Furet. Prochasson no consulta la carpeta sobre Furet en los archivos del pcf, pero no tiene más remedio que presentarnos pruebas de que Furet formó parte de una delegación de estudiantes que había planificado un viaje a la urss en 1952, puesto que se habla de ello en la entrada que se le dedica en el diccionario biográfico Le Maitron. Prochasson rechaza la visita («parece que el viaje no tuvo lugar») basándose en que Furet no se la mencionó nunca a Mona Ozouf, su cercana colaboradora y guardiana de su imagen. Las dimensiones psicológicas de su compromiso con el pcf quedan sin explorar, aunque, de nuevo, Prochasson no rechaza de entrada aproximarse a ellas; señala, por ejemplo, que el historiador Maurice Agulhon encontró un sustituto de la familia al afiliarse al partido, pero pasa por alto afirmaciones en la misma línea de Furet, a pesar de que esto podría posiblemente explicar por qué el comunismo ocupaba tanto espacio en su mente en sus años de madurez. Aunque Prochasson examina el compromiso comunista de Furet con más detalle que otros aspectos de su juventud, es reticente a explorar sus profundidades, afirmando que carecemos de la información requerida para medir la intensidad de su militancia, pero no emplea la información que sí tenemos a nuestra disposición.
Se refiere, por ejemplo, a la única publicación confirmada de Furet en esta fase, una reseña a dos manos de Les communistes, la novela de Louis Aragon, pero no dice absolutamente nada sobre su contenido. Si los debates se analizan en términos sociales, es simplemente para contrastar «el espíritu ferozmente independiente» de Furet con las supuestas limitaciones sociológicas de sus adversarios, «sometidos a valores que él no compartía y producto de orígenes sociales más desfavorecidos». La resistencia de Prochasson a situar social y psicológicamente a su biografiado convierte esta biografía en un relato vital más bien inane.
Estos sesgos apuntan a un defecto mayor: el libro de Prochasson se parece mucho más a un alegato jurídico que a una obra académica. Su preocupación principal es refutar las críticas efectuadas a Furet, que a menudo se presentan en forma de argumentos maniqueos y falaces. Así, Prochasson se enzarza con las afirmaciones (no atribuidas) de que Furet era «un oponente de la Revolución reductible al discurso tradicional de la contrarrevolución», un «adversario del pensamiento de Marx» y un hombre que «se alineó sin reservas con un liberalismo empedernido». Un capítulo completo se dedica a rebatir la opinión de que Furet era de derechas. Otras secciones del alegato defensor de Prochasson se dirigen a críticas más académicas de Furet, especialmente, a las que ponen en duda el rigor de su metodología histórica y su mezcla de historia y periodismo: Furet fue un intelectual según el molde del hombre de letras del siglo xix, argumenta Prochasson. Aunque algunos de sus análisis arrojan luz sobre aspectos de la vida y de la obra de Furet, en su conjunto, la obsesión de Prochasson por desmontar los mitos desvía el centro de atención de la tarea de explicar quién o qué era realmente Furet. Si pertenecía a la izquierda y no a la derecha, ¿de qué izquierda se sentía más próximo? Si no era un adversario de la Revolución, ¿cuál era su posición real ante ella? Prochasson no responde estas preguntas con la claridad que podría hacerlo.
Como un buen abogado procesal, Prochasson ha desarrollado una estrategia retórica para presentar su caso. Aunque fue compañero de Furet en el ehess, se presenta como si apenas lo hubiera conocido y como si, en primera instancia, hubiera adoptado una actitud hostil hacia su obra, antes de cambiar de opinión mediante un «estudio sistemático». Los lectores están implícitamente invitados a seguir el mismo camino. Con este fin, Prochasson aporta extensas citas procedentes de la documentación de archivo, a menudo de una página o más de una sentada, al parecer con la esperanza de convencer a los lectores de que su libro ha destapado al «auténtico Furet» mediante estas revelaciones. Resulta cómico, y con toda probabilidad sea algo involuntario en lo que respecta a Prochasson, que algunos de estos hallazgos no sean más que la versión manuscrita de un texto publicado. Otra estrategia que se despliega aquí es descartar los comentarios más conspicuos de Furet como si fueran meros excesos retóricos surgidos en el calor de la lucha política, que no reflejan su auténtica opinión. Tal vez sea así. Pero ¿no sería entonces igualmente razonable describir algunas de las afirmaciones más conciliadoras de Furet como una maniobra táctica en esa misma batalla? En algún otro momento, Prochasson trata de minimizar las objeciones a la obra de Furet sugiriendo que dichas críticas se producían en respuesta a la arisca personalidad del historiador o que eran producto de los celos por su éxito mediático, y que no respondían a ninguna preocupación auténticamente académica. Al enfatizar tales factores, Prochasson desvía la atención del contenido de la obra de Furet.
En este sentido, lo más decepcionante es su tratamiento de los escritos de Furet sobre la Revolución francesa. Furet fue, por encima de cualquier otra cosa, un historiador de la Revolución. Su contribución a su historiografía fue sin duda su legado más importante, pero, en el libro de Prochasson, esta se despacha en unas ochenta páginas, apenas una sexta parte del libro, y se centra en los aspectos políticos de su interpretación. Hacer el relato de aquel debate, a menudo poco edificante, que protagonizaron Furet y Albert Soboul, quien defendía la ortodoxia historiográfica marxista desde su puesto como catedrático de Historia de la Revolución francesa en la Sorbona, es a la vez necesario y apropiado, pero en el enfoque de Prochasson se echa mucho en falta un análisis sustancial de la interpretación de Furet. En especial, falta un serio examen de Penser la Revolution française, probablemente la obra más importante de Furet, puesto que abrió nuevos terrenos historiográficos y marcó la agenda de sus intervenciones posteriores. No es el libro de Prochasson el lugar donde enterarse de que el redescubrimiento del historiador conservador Augustin Cochin por parte de Furet constituía una parte importante del libro; de hecho, Prochasson apenas menciona a este, tal vez porque, si lo hiciera, se cuestionaría su insistencia en que Furet fue coherentemente un hombre de izquierdas.
Aquí, como en todo otro lugar, Prochasson se concentra en responder a los críticos de Furet, en este caso, a mi propio argumento de que las ideas del ensayo rector de Penser la Révolution française habían sido intensamente influidas por el ambiente «antitotalitarista» de la escena intelectual francesa que imperaba en el momento en el que Furet escribía, en el verano de 1977. Prochasson minimiza la importancia de las tesis claramente anacrónicas del libro, las que vinculan la revolución con el totalitarismo, argumentando que no reflejan las creencias fundamentales de Furet, sino únicamente su tendencia a «dejarse llevar por su ardor beligerante» ante sus adversarios políticos. Más allá de esta poco convincente justificación, Prochasson no acierta a explicar los argumentos de Penser la Révolution française, a detallar las circunstancias que subyacen a su publicación o a situar sus tesis en el desarrollo más amplio del pensamiento de Furet sobre el periodo revolucionario. Como resultado, Prochasson pierde de vista la auténtica controversia que rodeó al libro y, en general, a la obra de Furet sobre la Revolución; en especial, su argumento de que el Terror estaba implícito en 1789, el desarrollo casi inevitable, con independencia de las circunstancias, de una ideología revolucionaria perversa. Esta afirmación, a pesar de la admiración profesa de Furet por 1789, arroja una sombra sobre la Revolución y el conjunto de su herencia. Si Furet fue tan controvertido, esta fue la razón principal y no, como sugiere Prochasson, su personalidad o el resentimiento que producía su éxito.
El capítulo sobre la metodología histórica de Furet es quizá el más interesante de la primera parte del libro, pero su ligereza en las cuestiones específicas de interpretación resulta decepcionante. Prochasson se ha propuesto proporcionar una panorámica de la obra intelectual que desembocó en los escritos históricos de Furet, argumentando que ello nos proporcionará una comprensión más matizada de los desplazamientos y de las continuidades dentro de la misma. Hay algún material útil sobre la práctica de Furet como historiador, sobre cómo desarrolló su pensamiento en seminarios de investigación, cómo interactuaba con otros académicos y cómo cultivó su estilo literario. Pero Prochasson no nos muestra el proceso de escritura de los trabajos individuales de Furet, a pesar de tener información a su disposición que le hubiera permitido hacerlo. Los archivos personales de Furet contienen, por ejemplo, un boceto preliminar de su articulo seminal de 1971, «Catecismo revolucionario», en el que sometía a la historiografía jacobino-marxista a una crítica avasalladora, así como los comentarios sobre el borrador por parte de tres colegas de profesión. Los cambios que hizo Furet en respuesta a su lectura fueron significativos y nos revelan mucho de la política textual de su obra, pero a Prochasson no parecen interesarle tales materiales y ni siquiera menciona la existencia del borrador.
En otro capítulo sobre la relación de Furet con Tocqueville y Marx, a la que se suma la de tres republicanos, Quinet, Jaurès y Halévy, tampoco ofrece ningún análisis crítico de sus lecturas; apenas si obtenemos un resumen básico de sus opiniones. Prochasson se muestra habitualmente reticente a expresar su desacuerdo con Furet, aunque sí reconoce que el historiador a menudo proyectaba sus propias preocupaciones en figuras como Tocqueville. ¿Esas proyecciones modulaban sus lecturas? La evidencia textual nos sugiere que así era, pero Prochasson elige un silencio discreto. Solo nos ofrece un análisis intertextual realmente profundo cuando discute la opinión de Furet sobre Jaurès como historiador de la Revolución y la única crítica directa se reserva para la postura «parcialmente errónea» de Furet respecto a Sorel. Estas excepciones, sin duda, reflejan la mayor familiaridad de Prochasson con Jaurès y Sorel, dado que su tesis doctoral y sus primeras publicaciones se centraban en el socialismo de los primeros años del siglo xx.
El impulso que subyace a esta biografía es ante todo político y su segunda sección, que se concentra en la política de Furet, está mejor documentada que la primera. Prochasson resalta sobre todo las décadas de 1980 y 1990, cuando Furet emergió como un campeón de la tradición liberal francesa. Sin duda esto es un reflejo de las fuentes del autor, puesto que los archivos personales de Furet contienen pocos documentos sobre su carrera anterior. Pero podría haberse dicho mucho más sobre el final de la década de 1950 y el principio de la de 1960, los años inmediatamente posteriores a la ruptura de Furet con el Partido Comunista, que solo se discuten brevemente en la primera parte del libro. Esta época, cuando era miembro del Parti Socialiste Unifié y opositor a la guerra de Argelia, marcó una etapa importante de la evolución política de Furet; una evaluación más detallada de ella podría haber incluso fortalecido la tesis que sostiene Prochasson de que Furet siguió siendo de izquierdas a su modo peculiar. Y, algo más importante, podría habernos ayudado a entender los orígenes de la crítica feroz de Furet al jacobinismo y a los mitos de la izquierda francesa.
Prochasson afirma que su biografiado fue a la vez único y ejemplar en su alejamiento del comunismo: a diferencia de otros, Furet no se despolitizó, ni se volvió gauchiste o socialdemócrata; tampoco se mudó a la derecha como consecuencia de un anticomunismo rabioso. Más bien se concentró en modernizar la izquierda, a la que consideraba atascada en el pensamiento mitológico y en un enfoque conmemorativo de la política. Según Prochasson, la crítica de Furet siempre procedía del interior de la izquierda, más que del exterior. Si bien se mostraba crítico con las utopías revolucionarias, le preocupaba también el agotamiento del pensamiento utópico en general y de las pasiones democráticas que este engendraba. Confrontado con el auge del individualismo liberal, a Furet le desconcertaba el consiguiente declive de la cultura cívica y el retraimiento hacia la vida privada y esta angustia le impedía abrazarlo sin cortapisas. Para Prochasson, el valor perdurable de Furet radica en que reflexionó seriamente sobre cómo reconciliar la igualdad y la libertad dentro de la democracia, una cuestión que él considera hoy en día más perentoria si cabe ante la «piedad revolucionaria» que aún es el motor de una parte de la izquierda francesa (se cita como ejemplo la campaña presidencial de 2012 de Jean-Luc Melenchon, inspirada por «los últimos rescoldos del folclore revolucionario de América Latina»). Prochasson encuentra en Furet una lucidez melancólica que «casi está desprovista de toda esperanza», pero que es del todo punto necesaria para analizar lo que él denomina «el fin del mundo que inauguró la Revolución francesa».
Decir que Furet continuó en cierta medida afiliado a la izquierda francesa no nos lleva muy lejos. Apenas nos dice nada sobre Furet, pero eso poco importa, puesto que a Prochasson le interesa más la eficacia política que la comprensión histórica. Mediante el vago etiquetado de Furet como «de izquierdas» persigue que su crítica de la tradición revolucionaria francesa sea admisible entre aquellos intelectuales de izquierda que hasta ahora se han resistido a sus encantos y pretende promover el giro «pragmático» del socialismo francés que celebra en la presidencia de François Hollande. En cualquier caso, el análisis de Prochasson subestima (o al menos, no le afecta) las dimensiones del temor de Furet por la «pasión por la igualdad». Aunque permaneciera lo bastante «a la izquierda» como para no rechazarla nunca tajantemente, su mayor preocupación de los últimos años fue cómo echar el freno a los deseos igualitarios. Es algo que se trasluce en su lectura de Tocqueville, en la que enfatizaba mucho más la amenaza de la nivelación democrática que los peligros (compartidos también por Tocqueville) de la entropía democrática. Era también evidente en el desagrado que mostraba por la corrección política estadounidense, que consideraba un fruto del anhelo de igualdad. Como señala el propio Prochasson, Furet consideraba que aquellos que le reprochaban a la democracia que no fuera lo bastante lejos eran una amenaza mayor que sus enemigos declarados. La prioridad política debería ser el aprender a vivir con la desigualdad, creía Furet, para poder de esta manera conservar la libertad. Furet era, en último término, un individuo producto de la Guerra Fría. Veinte años después, la auténtica desigualdad ha superado tan ampliamente al acosado igualitarismo de Furet que parece amenazar no solamente a la libertad, sino a la democracia misma.
Christophe Prochasson, François Furet: les chemins de la mélancolie, Éditions Stock, París, 2013, 558 pp.
New Left review 88
septiembre - octubre 2014
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