Aujourd’hui l’expérience sociale et historique en dehors du savoir1. (Jean-Paul Sartre)
Ser de izquierda
No es difícil detectar el dogma de fe que está en el núcleo de la religión de los modernos —de los seres humanos hechos por y para la modernidad capitalista, la modernidad establecida o realmente existente. Reza así: el modo capitalista de producir y reproducir la riqueza social no es solo el mejor modo de hacerlo, sino el único posible en la vida civilizada moderna. Existe un ser supremo, un sujeto que guía a la humanidad por el mejor de los caminos realmente posibles, actuando en lo escondido, a través del conjunto y de cada una de las mercancías que circulan entre la producción y el consumo y que son vehículos de la acumulación del capital. Dogma que tiene por corolario la sabiduría siguiente: una modernidad que no fuera capitalista sería un absurdo, una utopía irrealizable —y peligrosa, pues el intento de alcanzarla “llevaría ineluctablemente a un retroceso a la barbarie”.
Los datos que acumulan los cronistas coinciden sin embargo en demostrar que ese “mejor de los caminos posibles” seguido por la historia moderna se ha transformado a lo largo del siglo XX en un despeñadero catastrófico, en una caída que lleva precisamente a esa barbarie tan temida. Es una caída que puede no obstante presentarse como un ascenso y un progreso por el hecho de que, en medio de ella, ciertos núcleos de una humanidad que se autodenomina civilizada, los que dominan la producción de la opinión pública, son capaces no solo de protegerse y rescatarse de ella, sino de aprovecharla volviéndose los gestores y administradores de sus efectos devastadoras. El genocidio, unas veces lento e imperceptible, otras brusco y abrumador, practicado siempre sobre “los otros”, los menos “civilizados” o “premodernos”, los que se despeñan más aceleradamente, es la versión más profunda de esa caída en la barbarie; una destrucción de seres humanos que se complementa con la destrucción igualmente sistemática de la configuración actual que tiene la naturaleza sobre la Tierra. El hecho de esa caída a la que conduce sin falta el continuum capitalista de la historia moderna desborda cada vez más por los ángulos más inesperados la imagen progresista del presente y el futuro que los mass media se esfuerzan por mantener y remozar. Sin embargo, por más innegable que resulte a la mirada mínimamente crítica, su presencia amenazante no basta para romper las paredes invisibles de esa esfera en la que, al menos por definición, debería actualizarse lo político, ejercerse la capacidad de decidir un cambio de rumbo. ¿Se encuentra, dentro de este ámbito formal de lo político, alguna fuerza beligerante, entre todas las que toman posición en mapa oficial que va de la izquierda a la derecha, que se muestre capaz de llevar a cabo o al menos de plantear ese cambio de rumbo indispensable, que se vuelve cada vez más urgente? Es necesario, por más que cueste hacerlo, reconocer que no, que toda la política formal del planeta actúa amedrentada la amenaza del capital de “dejar en el desamparo” a la producción de los “bienes terrenales” y de abrir así el dique de la ingobernabilidad.
Y sin embargo, hasta en esa esfera aparentemente impenetrable de la política establecida se cuelan indicios de que ese dogma de fe que acompaña siempre a los modernos en todo trato entre sí y con las cosas pueden ser y está siendo en efecto, objeto de apostasía para un gran número de ellos. La vida social contemporánea presenta un amplio panorama de comportamientos afectivos, de voluntades de forma estética, de propuestas de reflexión y de actividades de todo tipo cuya tendencia impugna ese dogma de fe y va en contra del tipo de modernidad que se expresa en él. Un extenso campo de resistencias, abiertas o soterradas —que abarca lo mismo los rincones más íntimos que las plazas más públicas—, y mejor aun de rebeldía frente a la reproducción automática de la modernidad y a la imposición sistemática, de ese dogma invade cada vez más espacios.
Pienso que en la época actual de refundación de la izquierda, el ser de izquierda debería definirse a partir de esa actitud de resistencia y rebeldía frente al hecho de la enajenación, de la pérdida de sujetidad en el individuo y en la comunidad humana y del sometimiento idolátrico a la misma en tanto que se presenta cosificada en el funcionamiento automático del capital, alienada en la “voluntad” del valor que se autovaloriza en medio del mundo de la mercancías capitalistas. En el origen y en la base del ser de izquierda se encuentra asta actitud ética de resistencia y rebeldía frente al modo capitalista de la vida civilizada. Esta actitud y la coherencia práctica con ella, que es siempre detectable en la toma de partido por el “valor de uso” del mundo de la vida y por la “forma natural” de la vida humana, y en contra de la valorización capitalista de ese mundo y esa vida, es lo que distingue, a mi ver, al ser de izquierda, por debajo y muchas veces a expensas de una posible “eficacia política” de un posible “eficacia política” de un posible aporte efectivo a la conquista del poder estatal “en bien de las mayorías”.2
Situación actual de la izquierda
La izquierda reproduce en su desconcierto y su inactividad actuales la descomposición del medio en el que solía tradicionalmente adquirir identidad y desenvolver su acción en las instituciones sociales y políticas del Estado, el mundo de “la política”, en la figura en que ha prevalecido durante más de dos siglos.
Esa esfera, medio o mundo de la política deriva su consistencia y su figura particulares de la existencia de los Estados nacionales modernos. La descomposición en que la política se encuentra actualmente refleja el cambio radical que ha experimentado el fundamento del Estado moderno a lo largo de la historia del siglo XX.
Por debajo del panorama espectacular de los Estados nacionales y los imperios, empeñados en el “progreso”, compitiendo y enfrentándose sangrientamente entre sí, el sujeto real y efectivo de esa historia moderna ha sido y sigue siendo el capital, el valor mercantil en proceso de autovalorizarse: la acumulación del capital. Los estado modernos son en verdad unos pseudosujetos, unos sujetos reflejos, factores o ejecutores, en el plano de lo concreto, de las exigencias de la acumulación de capital; ellos son la puesta en práctica, la “encarnación” de la “voluntad” indetenible e insaciable de autoincrementación del valor capitalista.
El valor capitalista es pura sujetidad económica, un sujeto abstracto, ciego para la abigarrada consistencia cualitativa de la producción y el consumo de valores de uso, de la que él sin embargo depende para existir. Solo en la medida en que toma cuerpo y o encarna en una multiplicidad de empresas estatales concretas de acumulación, en Estados dotados de una determinada mismidad o identidad, el valor capitalista se pone realmente en capacidad de subsumir y organizar la reproducción del valor de uso en torno a su valorización abstracta y de cumplir así con su propio destino. Los Estados modernos son los grandes convertidores de la voluntad abstracta de autovaloración del valor capitalista en una pluralidad de empresas concretas de enriquecimiento colectivo, propias de una serie de grupos humanos singularizados cada uno por un proyecto propio de autoconstrucción. La apariencia de sujetos soberanos que los Estados modernos ofrecen a sus respectivas colectividades se desvanece cada vez que estas exigen de ellos algunas iniciativa que pueda contradecir el encargo que el verdadero sujeto les tiene hecho.
En la época moderna, el tipo más generalizado de entidades estatales en las que debió encarnar o tomar cuerpo concreto el sujeto abstracto, el valor capitalista autovalorizándose, ha sido el de esas empresas históricas a las que conocemos con el nombre de Estados nacionales. En la época moderna, el principio de diferenciación o identificación estatal concreta entre los distintos conglomerados de capital ha sido casi exclusivamente el de la nacionalidad, el de la capacidad que cada uno de esos conglomerados de capital demuestra de constituirse como un proyecto efectivo de autorrealización en torno al aprovechamiento de las ventajas comparativas que le ofrecen tanto la población particular como el territorio particular sobre los que se asienta monopólicamente; el de la capacidad de afirmarse como un proyecto efectivo de autorrealización en torno a la capacidad de hacer valer esas ventajas naturales dentro de la competencia en que se enfrenta con los demás conglomerados similares a él en la esfera de la circulación mercantil a escala mundial. Puede decirse que durante toda la historia moderna, hasta el tercer cuarto del siglo XX, la productividad natural excepcional —la de la fuerza de trabajo nacionalizada (debida a su disciplina laboral, por ejemplo) y la del territorio nacionalizado (debía a sus yacimientos minerales, por ejemplo)— fue el factor básico de esas ventajas comparativas y por lo tanto la base o plataforma de partida de las empresas históricas estatales. Esta base natural de la entidad estatal moderna es la que la llevó tradicionalmente a fundarse a sí misma como una entidad estatal propiamente nacional.
El Estado nacional entrega a la actividad política moderna su escenario o campo de acción específico. La sujetidad histórica falsa o impostada del Estado moderno se constituye en el doble “trabajo de mediación con el que cumple la tarea de subordinar o subsumir la materia social-natural y natural (los pueblos en sus territorios) bajo la “voluntad en bruto” del capital o valor mercantil autovalorizándose. Por un lado, el Estado como sujeto impostado acondiciona esa materia para que se someta a esta voluntad y, por otro, guía y dosifica la acción de esta voluntad para que no actúe “salvajemente” y vaya a resultar devastadora de la materia a la que subordina; el Estado no solo traduce esa voluntad del capital al lenguaje concreto de la sociedad, sino que igualmente transforma este lenguaje social para que el mensaje, en principio enigmático, del capital se vuelva comprensible para ella. La actividad política moderna consiste así en una competencia entre las muy distintas propuestas de realización de esa función mediadora que pueden aparecer, provenientes de las muy variadas fuerzas de los involucrados en el proyecto histórico estatal. El poder que está en disputa en el terreno de la política moderna, lejos de ser el poder soberano de decisión sobre el destino de la sociedad, no es más que el poder de imponer a los demás una determinada versión de la obediencia al sujeto-capital.
Si describimos a muy grandes rasgos en qué ha consistido la actividad política de la izquierda en la sociedad moderna, esa actividad que tiende siempre de un modo u otro a la desenajenación o reconstrucción de la sujetidad, a su reconquista para la comunidad social, podemos decir que se ha desenvuelto dentro del escenario establecido de la política y que lo ha hecho —con resultados positivos muchas veces sorprendentes— no solo para desenmascarar e impugnar la parcialidad oligárquica pro capitalista de las instituciones estatales nacionales, sino también para introducir en el funcionamiento de las mismas determinados correctivos encaminados hacia la justicia social.
Cuando hablamos del estado de desconcierto e inactividad en que se encuentra la izquierda en nuestros días, nos referimos al efecto que ha tenido en ella la descomposición del medio de la política en el que podía pisar en firme, identificarse y desenvolverse. Se trata de una descomposición que resulta a su vez del cambio radical que ha experimentado el fundamento del Estado moderno a lo largo de la historia del siglo XX, cambio que pone a este en una situación de crisis permanente.
El Estado nacional se encuentra en crisis porque como pseudosujeto histórico o “sujeto reflejo” que es, se ve y se experimenta ahora desautorizado por el sujeto real, por el capital. Junto a él, y en competencia con él, aparecen otras entidades estatales que no requieren del sustento natural para ofrecerle al capital una manera de adquirir concreción, de hacer con su voluntad “cósica” sea percibida, interpretada y asumida como propia por los seres humanos en su vida práctica. En efecto, el capital, el valor que se autovaloriza, se encuentra él mismo en medio de un proceso de metamorfosis radical, de búsqueda de otras maneras o figuras de tomar cuerpo o de encarnar en la historia concreta; manera o figuras diferentes de la estatal-nacional, que para él ha sido tradicionalmente la preferida y casi exclusiva.
Puede decirse que si hay algo que distinga al tipo de acumulación capitalista actual del tipo de acumulación anterior a la segunda guerra mundial es el hecho de que la base de la competitividad de un determinado conjunto de inversiones ha dejado de estar constituida solo para la productividad natural comparativamente ventajosa de los medios de producción y de la fuerza de trabajo movilizados por él, y ha pasado a estarlo igualmente por la productividad artificial comparativamente ventajosa propia de la tecnología empleada por él.
Marx insiste en El capital en el hecho curioso de que, precisamente en el momento decisivo de la acumulación capitalista, esta deba aceptar como indispensable el desvío de una parte del plusvalor que los capitalistas explotan de los trabajadores para pagar a los señores de la tierra por el uso de esta, que es, en verdad, un “medio de producción no producido” y que por ello no tiene ningún valor. El pago de una renta por el uso de la tierra, un hecho netamente precapitalista, sostiene el difícil equilibrio dinámico de la acumulación capitalista. Si miramos lo que sucede con la acumulación capitalista a partir del último cuarto del siglo xx, puede decirse que ese hecho curioso descrito por Marx se ha desdoblado: la acumulación capitalista debe ahora destinar una parte de ese desvío del plusvalor de los capitalistas para pagar también a los “señores de la tecnología” por el uso de la misma en lo que ella tiene de “medio de producción no producido” y carente por tanto, de todo valor. El capital que antes necesitaba tener los pies sobre la tierra y sus habitantes puede ahora tenerlos también “en el aire” y quienes flotan en él. La pérdida relativa de importancia, para la acumulación capitalista, de la renta de la tierra en beneficio de la renta de la tecnología está en la base de la pérdida relativa de vigencia del Estado nacional en beneficio de la vigencia de entidades estatales transnacionales; consecuentemente, está en base de la descomposición del escenario que el Estado nacional tenía abierto para el ejercicio de la política.
Ahora que el tipo nacional de presencia estatal del sujeto-capital se ha vuelto, si no prescindible, sí al menos cuestionable, también la manera que se le ha impuesto durante varios siglos de hacerle un lugar a lo político en medio de la vida social, de definir y delimitar lo que es “hacer política”, también su configuración del mundo de la política moderna se ha desgastado y se ha vuelto obsoleta.
No se trata solamente del hecho de que la política de un Estado nacional deja cada vez más de ser un asunto que compete exclusivamente a quienes están inscritos en él y pertenecen a él, sino al hecho de que, en los márgenes de la misma política formal en decadencia, por arriba o por debajo, incluso dentro de ella, otros tipo espontáneos, informales, de actualización de lo político, que habían coexistido siempre con ella aunque ella los había hecho a un lado y reprimido, cobran actualmente una vigencia inusitada.
El desconcierto y la inactividad de la izquierda se deben a su fidelidad al mundo de la política del Estado nacional moderno, a su incapacidad de reconocer y asumir el hecho de la descomposición de ese mundo.
De lo que se trata en nuestro tiempo es de rescatar esa propuesta espontánea de una actividad política que no se realice en obediencia al dogma de la modernidad capitalista, como ejecución de lo que el capital permite y promueve, sino precisamente en contra del mismo y de la idolatría que lo tiene endiosado. Es un reto histórico al que solo puede responder una izquierda reconstruida, fiel a lo que en su tradición hay de admirable, pero capaz de deshacerse de una figura e sí misma que se ha vuelto obsoleta.
Para terminar quisiera esbozar solamente dos preguntas entre las muchas que se plantean a la luz de esta situación completamente nueva en que la izquierda puede intentar su reactivación.
Si el escenario nacional estatal de la política moderna —el escenario propio de la actividad política de los ciudadanos y los partidos— se ha descompuesto debido a que ha sido desautorizado por el capital como lugar privilegiado de la traducción y hermenéutica de su “voluntad”, y a que la actividad política que se desarrollaba en él ha mostrado así la limitación de la soberanía o capacidad de decisión que pretendía tener, ¿no resulta extemporáneo que una reconstrucción de la izquierda se piense bajo la forma de la construcción de un partido político de izquierda? ¿No es tiempo de imaginar otras formas de organización y de acción, que sean capaces de recoger y armonizar -como decía Marxque debían hacer los comunistas— lo más posible de las innumerables formas extra “políticas” de presencia que tiene lo político anticapitalista en la sociedad actual?
Si la actividad política contraria al establishment de la modernidad capitalista rebasa necesariamente los marcos establecidos para ella por la repartición de las sociedades en el sinnúmero de Estados nacionales que se han formado en los últimos siglos —fenómeno que se hace manifiesto, por ejemplo, en la realidad de los trabajadores migrantes, una realidad que crece aceleradamente en todo el mundo—, ¿no ha llegado la hora de plantear una reconstrucción de la actividad política de izquierda que abandone la idea de que debe existir (como lo imaginaba la antigua Komintern) bajo la forma de un inmenso mosaico internacional del que cada izquierda local no sería más que una pequeña pieza de diferente color?
Situación particular de la izquierda en América Latina
¿Cómo distinguir, en la situación actual de la izquierda latinoamericana, qué es estar a favor de la “forma natural” de la vida, a favor de la lógica del “valor de uso” propia del mundo que esa vida se construye para sí misma: a favor de la “desenajenación de la sujetidad política” y la reconquista de la “sujetidad” o autarquía para el ser humano?
La tendencia que ha mostrado la izquierda latinoamericana a rebasar los límites de la política establecida no coincide exactamente con la que es propia de la izquierda en general; no obedece solamente a la necesidad de combatir la intención oligárquica que organiza estructuralmente a esa política como política de un Estado nacional capitalista. En América Latina la necesidad que tiene la izquierda de moverse en un ámbito de actividad política que; partiendo del que está delimitado por la política formal, lo rebasa y lo cuestiona es una necesidad doble, no solo de alcances estatales, antioligárquica, sino, más allá de eso, de alcances civilizatorios: es una necesidad antirracista.
El Estado moderno se afirma históricamente bajo la suposición de que las identidades protonacionales que encuentra y reconstruye, y que dada su pluralidad lo diversifican en lo concreto, pertenecen todas a una sola identidad universal, la identidad humana en general, en calidad de versiones de ella diferentes pero equivalentes. Sin embargo, en tanto que es un Estado capitalista, el Estado moderno adjudica a esa supuesta identidad humana en general un rasgo que no le corresponde esencialmente y que la define de un modo restrictivo y excluyente: el rasgo de la “blanquitud”. No de una “blancura étnica” o “naturalmente racial” sino solo de una “blancura identitaria”, civilizatoria.
Distintos elementos determinantes de los modos de vida, de los sistemas semióticos y lingüísticos, de los usos y costumbres premodernos o “tradicionales”, en pocas palabras, de la “forma natural” de los individuos (singulares o colectivos) —precisamente aquellos que estorban en la construcción del nuevo tipo de ser humano requerido para el mejor funcionamiento de la producción de mercancías bajo un modo capitalista— son oprimidos y reprimidos sistemática e implacablemente en la dinámica del mercado a lo largo de la historia, para ser reconstruidos de acuerdo al nuevo ethos histórico que viene a alterar profundamente la estructura de esos modos de vida: el ethos capitalista en su modalidad realista o “protestante-calvinista”. El nuevo tipo de ser humano se caracteriza esencialmente por su “santidad secular”, es decir, por su capacidad de autorrepresión productivista puesta al servicio del cuidado de la riqueza terrenal; “santidad” que se hace visible en la productividad del trabajo cuidador de esa riqueza y que se halla asociada empíricamente a los rasgos étnicos de las poblaciones del noroccidente europeo, a su “blancura” racial”. El conjunto de características de presencia y comportamiento que demuestran los individuos sociales una vez que su “forma natural” ha sido podada y “regenerada” en este sentido, es la “blanquitud”.
Aunque recurre a un rasgo étnico como la “blancura”, la “blanquitud” no es principalmente una característica racial, sino ante todo una determinación civilizatorio-identitaria, una determinación que es indispensable en la construcción de las muy distintas identidades nacionales que los Estados capitalistas modernos adjudican a las poblaciones organizadas por ellos.
Como sabemos, la adopción de la “blanquitud” en la construcción de las identidades nacionales de América Latina ha sido una misión, si no imposible sí inconclusas, aun en regiones, aparentemente propicias como las del cono sur. Los distintos shocks sucesivos de modernización que ha vivido el continente en los cinco siglos de su historia han tenido, una y otra vez, bases de sustentación económica tan débilmente capitalistas, que las exigencias del capital de adoptar su nuevo tipo de humanidad solo han podido cumplirse a medias. Una historia que no ha movido a los Estados de América Latina a desilusionarse del proyecto de la modernidad capitalista, sino por el contrario, a retomarlo cada vez con mayor entusiasmo.
En América Latina, en el “extremo occidente”, introducir la “blanquitud” en la identidad nacional de los Estados implica completar una tarea que dejó de ser completable ya a finales del siglo XVI, cuando los pauperizados hijos de los conquistadores, para sobrevivir como seres civilizados, debieron dejarse conquistar por las poblaciones indígenas a las que fueron incapaces de eliminar. Podar los rasgos disfuncionales de la “forma natural” de las poblaciones del continente para que se “occidentalicen” (es decir, se “norteamericanicen”) adecuadamente lleva por necesidad a una destrucción de identidades y de pueblos. Sin embargo, los Estados capitalistas nacionales de América Latina insisten en concluir lo inconcluible; hacerlo es una meta implícita central de su proyecto, llegar a la “solución final de la cuestión indígena” o “negra” o “mestiza”, que equivale, como bien lo sabemos, a la anulación o exterminio de los “grupos problema”, sea de un solo golpe o paulatinamente.
Tal vez la atomización de la historia latinoamericana en veintipico historias separadas de veintipico estados nacionales diferentes no haya sido un fenómeno solamente negativo. Tal vez gracias a ella américa Latina se ha salvado de haber puesto en pie un mega estado capaz de competir de tú a tú con el leviatán estadounidense, un mega estado que habría alcanzado fácilmente esa meta.
El ser humano al que la actividad de la izquierda pretende devolver la sujetidad que le está siendo enajenada es un ser concreto cuya “forma natural” incluye rasgos cualitativos que harían estallar la cápsula estrecha de la “blanquitud”. Por esta razón, el horizonte de la actividad política de la izquierda latinoamericana desborda los límites del juego político que son propios de la esfera de la política establecida, y lo hace no sólo para vencer el carácter estructuralmente oligárquico de esos estados, sino también para romper con el carácter estructuralmente racista de los mismos, violentamente represor de la “forma natural” de la vida en este continente.
https://politicom15.wordpress.com/2016/10/18/ser-de-izquierda-hoy-bolivar-echeverria/
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