Venezuela
entró en una nueva fase de un conflicto político que va a ser largo, complejo y
probablemente terminará con resultados que nadie pueda anticipar. Vivimos una verdadera tragedia nacional.
Podemos escarbar
infinitamente en las razones que nos llevaron a este punto, pero las causas ya
son irrelevantes. El conflicto se anidó entre nosotros y estamos experimentando
una nueva escalada autoritaria que promete profundizar aún más el encono
político y las heridas sociales. Una escalada que bien puede enterrar
definitivamente la viabilidad económica e incluso petrolera del país.
Culpas las hay. Y
muchas. Pero ya no importan: las consecuencias seguirán siendo las mismas.
Lo curioso es que la
actual situación aún no tiene (ni va a tener) un desenlace definitivo.
Todos piensan que
pueden ganar. Todos creen que pueden estimar un cálculo político individual que
es exacto y que inevitablemente los va a beneficiar.
Todos piensan que el
conflicto será intenso pero breve: “Es cuestión de meses”.
La historia y la gloria
los aguarda. Todos están llamados a ser grandes centauros: buenos
revolucionarios o demócratas ejemplares.
El gobierno piensa que
puede decretar el Estado de Excepción, dilatar o impedir el Referéndum
Revocatorio, contener la presión social, desmovilizar las protestas,
profundizar los controles económicos, anular la Asamblea Nacional, cerrar
cualquier otra salida democrática y constitucional y a pesar de ello sobrevivir
políticamente.
El chavismo más
moderado piensa que puede y debe posponer cualquier pronunciamiento hasta
inicios del 2017, retrasar las elecciones de gobernadores, esperar un mayor
desgaste del Presidente y, luego, presentarse como una alternativa viable para
restaurar la gobernabilidad, sin necesariamente tener que convocar nuevas
elecciones presidenciales. Según esta visión, ellos son un mal menor que el
mundo opositor y la comunidad internacional tendrá que apoyar, al menos
transitoriamente, y también que son el grupo llamado a restaurar la normalidad
económica e institucional en Venezuela.
Los diversos partidos
opositores también tienen su calculo político propio.
Unos partidos piensan
que si el gobierno se resiste tercamente a activar el Referéndum Revocatorio,
la movilización social y política es la única vía para forzar su convocatoria.
Esa presión a gran escala debe materializarse antes de finales de año. Una vez
activado el revocatorio, se ganará la consulta y se convocará las
presidenciales y se obtendrá un triunfo electoral sin mayores inconvenientes.
Adicionalmente, gracias
a la mayoría obtenida en las elecciones legislativas del 6-D, el cambio
político será relativamente sencillo de conducir con un nuevo presidente
opositor electo con un amplio apoyo popular. Incluso, si se materializara este
escenario, un plan de estabilización económico, con la anuencia de organismos
multilaterales, podría ser implementado sin mucha resistencia.
Otros partidos piensan
que si bien es necesario movilizar a la sociedad, no hay que cerrarse a la
posibilidad que el Referéndum Revocatorio se active por iniciativa opositora en
el 2017; incluso si eso implica dejar que asuma un vice-presidente chavista, y
precipitar una negociación política más amplia. En este escenario, la transición
constitucional implicaría un acuerdo insospechado con un sector del gobierno.
Finalmente, hay grupos
que están convencidos de que la única salida es acelerar la deslegitimación del
chavismo en el plano internacional y precipitar un ciclo insurreccional. En sus
propias palabras: transición sin transacción.
Todos estos cálculos
políticos pueden efectivamente ser correctos. Hay evidencias factuales que los
respaldan. Y también pueden existir argumentos ideológicos e incluso morales
que lo justifican.
Sin embargo, lo cierto
es que el tamaño de la crisis económica y social comienza a ser tan grande y el
deterioro institucional tan acentuado que lo que resulta grotesco es que
pensemos que cualquiera de estos caminos están garantizados.
La razón es que puede
que ya no haya tejido social, sino una nación hundida permanentemente en la más
absoluta anarquía y pobreza, para el momento que cualquiera de los actores haya
triunfado (gobierno u oposición). Sin embargo, en la medida en que la crisis
económica y social se siga extendiendo, la misma mostrará facetas
insospechadamente trágicas y la incertidumbre se irá incrementando. Quizás
aquellos actores que piensan que pueden ganar no necesariamente van a estar ahí
en el futuro para contarlo. Quizás nadie triunfe y el conflicto se extienda.
Opciones impensables pueden emerger que nadie siquiera había considerado.
De modo que todos estos
cálculos políticos individuales (tanto de los chavistas como de los opositores)
pueden estar errados y pueden incluso ser irracionales. Sabemos que el hubris
(sobreestimar nuestra propia suerte) es un error cognitivo muy común que
también suele acompañar a los políticos. Si supiéramos cuál es el desenlace,
algo que no sabremos sino más adelante, quizás todos los actores hubiesen realizado
una apuesta diametralmente distinta.
Sin embargo, mi
impresión es que las características del conflicto venezolano es estructural
(complejizado por el tema petrolero) y es uno que es imposible de resolver sin
un acuerdo institucional, que supone reformas constitucionales y pactos
programáticos en materia económica y de política social muy amplios, que le
otorgue garantías mutuas a todos los actores relevantes tanto chavistas como
opositores (incluyendo los militares,
los empresarios, los trabajadores y la sociedad en su conjunto). Sin estos
acuerdos es imposible avanzar en ninguna dirección.
Y la razón es sencilla:
la crisis social y económica es tan profunda que sus consecuencias no pueden
ser ni controladas ni minimizadas políticamente por ninguno de los grupos de
forma individual.
El gobierno viene
realizando el peor de todos los recortes externos ante la caída de los ingresos
petroleros: una disminución por cantidad de las importaciones sin precedentes
en la historia del país y todo ello sin restablecer un sistema de precios, sin
corregir las distorsiones cambiarias y sin promover una expansión de la
actividad privada.
El resultado de este
ajuste por cantidad es devastador. Y no sólo por lo recesivo: si las
expectativas a comienzos de año eran que la contracción económica podía rondar
el 8% del PIB, ya a estas alturas las proyecciones se deben haber deteriorado
todavía más con la profundización de la crisis eléctrica y con la caída de la
producción petrolera de PDVSA. Todo esto en el contexto de una aceleración
inflacionaria que viene deteriorando los salarios reales de una forma
vertiginosa.
Mientras tanto, en
ciudades enteras del país la electricidad es racionada ya no por cuatro horas,
como hasta hace unos meses atrás, sino incluso hasta por ocho. Y este dato es
demasiado dramático como para ocultarlo.
Lo más preocupante de
semejante escenario es que la inacción del gobierno ha terminado de erosionar
lo que quedaba del débil tejido industrial y comercial, además de colocar la
crisis social y política en el centro de la coyuntura histórica por la que atraviesa
la Nación. Especialmente en el plano
social, las características intrínsecas de este tipo de escenario han hecho más
complejos los problemas de escasez, los niveles de conflictividad social y la
inversión en tiempo, muchas veces infructuosa, que los venezolanos destinan a
buscar alimentos y medicinas.
El hecho de que el país
entre ahora en una profundización de su conflicto político —que es en sí mismo
una lucha existencial de cada uno de los grupos por preservar o acceder al
poder y también a las rentas—, hace ver que esta dinámica social va a seguir
deteriorándose.
Lo cierto es que
Venezuela no tiene forma de promover cambios sin un acuerdo nacional creíble
después de haber postergado ajustes estructurales, tanto de su modelo económico
como político. Así es imposible promover un cambio que permita enfrentar el
dramatismo del colapso social que está en pleno desarrollo.
Varios indicadores
muestran la profundización de estos problemas sociales: el 37% de la población
está reportando que destina entre 5 y 8 horas diarias en colas para acceder a
alimentos; y un 48% dice dedicar entre 1 y 5 horas diarias a esta actividad.
Según el CENDAS, la inflación de la canasta alimenticia anualizada para marzo
ya sobrepasaba 514%. La escasez de alimentos y medicinas alcanza 75% y 80%
respectivamente.
En el fondo, estas
cifras revelan la existencia de una población desesperada, expuesta a la brutal
erosión que supone una aceleración inflacionaria sin precedentes. Una población
que es cada vez más dependiente del acceso a productos regulados, que a su vez
son cada vez más escasos. Y, por si fuera poco, esos productos más escasos son
controlados por grupos de revendedores, planteando un conflicto de
supervivencia entre la población de bajos ingresos y los bachaqueros que es
arbitrado diariamente por las fuerzas de seguridad.
El resultado de esto es
un aumento considerable, aunque todavía aislado, de saqueos y protestas.
De ahí que la realidad
social haya comenzado a sobrepasar las dimensiones constitucionales, políticas
y electorales de la coyuntura actual. Al parecer los tiempos sociales se están
acelerando irreversiblemente, aunque la dinámica política y también económica
se haya vuelto cada vez más irracional. Restaurar el orden y el funcionamiento
de la infraestructura básica, así como estabilizar la economía y garantizar la
inversión privada, se ha vuelto elemental. Pero para eso es indispensable un
cambio político.
Un cambio que es
particularmente difícil en una economía petrolera donde un grupo político monopoliza
las instituciones y el acceso a la renta.
Y, lamentablemente, ninguno de los grupos va a poder
proveer ese cambio individualmente. Ni siquiera si piensan que están llamados a
salvar la revolución o a restaurar el estado de derecho y la democracia.
Aquí hay una sola
salida, pero nadie la quiere aceptar porque confían demasiado en su buena
suerte.
Tucídides, el primer
historiador del mundo occidental, narra la cruenta pero sobre todo larga guerra
entre Esparta y Atenas. Ambos ejércitos deseaban controlar la hermosa ciudad de
Atenas. Todos querían el bello trofeo y ninguno la quería compartir. Ambos
pensaban que la guerra sería breve, pero el conflicto se prolongó
innecesariamente y el resultado fue el debilitamiento de la civilización griega
y la destrucción definitiva de Atenas. Ninguno la pudo disfrutar, ni siquiera
después de que Esparta ganara el conflicto armado. En uno de sus discursos,
Tucídides reflexiona sobre semejante resultado y escribe uno de sus más
memorables pasajes:
“Recuerda que en la
guerra muchos factores son impredecibles: piénsalo bien antes de optar por
ella. Mientras más larga la guerra, más dependiente eres de algún accidente.
Ninguno de nosotros podemos vislumbrar el futuro: somos esclavos de la
oscuridad. Cuando se entra en la guerra también uno se entrega a la
equivocación. En la guerra lo primero es la acción, pero solo cuando uno ha
sufrido es que uno comienza a pensar”
Dejemos de actuar
por un instante: pensemos en Venezuela.
Lo que estamos
presenciando es la rebatiña que viene al final de la explotación de una mina. Y
quienes están dentro del conflicto no pueden detenerse para ver en perspectiva
los dilemas que enfrentan. La única forma de forzar una negociación es con
apoyo internacional, quizás con los buenos oficios del Vaticano y la veeduría
de dos amigos de cada uno de los bandos en pugna, como Ecuador, Cuba, España o
Argentina.
La otra alternativa es
esperar el desenlace y ver si el cálculo político de alguna de las partes
realmente se cumple. Quién sabe. Quizás alguien tenga suerte.
Por Michael Penfold | 16 de mayo, 2016
Por Michael Penfold | 16 de mayo, 2016
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