Hace unos días, Keiko
Fujimori dijo, refiriéndose a Mario Vargas Llosa: “Yo le pediría que venga a
vivir a nuestro país, que conozca la realidad y que, una vez que eso ocurra,
después pueda hacer pronunciamientos sobre lo que ocurre en el Perú”.
Sobre esta
declaración hay varias cosas que decir. La primera es que se nota el intenso
trabajo de imagen que han hecho los asesores de Keiko Fujimori: su tono es
mucho más moderado que en la campaña anterior (salvo, quizá, por la patinada de
hace poco, cuando gritó que a ella “nadie le había regalado nada”: una delicada
joya de humor involuntario). En 2012, por ejemplo, se discutió el posible
indulto a Alberto Fujimori, y Vargas Llosa se opuso a esa posibilidad.
Entonces, tanto Keiko como el inefable Kenji fueron bastante menos amables con
el Nobel peruano (“Solo habla por la herida”, dijo Keiko; “De noble solo tiene
el título”, aventuró Kenji).
Otro punto importante
es que esta afirmación es mezquina con los peruanos que viven en el exterior
(muchos de los cuales votaron por ella). Buena parte de la familia de Mayra, mi
esposa, vive en Nueva York. Hace poco fuimos de visita para allá, y en todas
nuestras conversaciones (con sus papás, abuela, tíos, primos y los amigos de la
familia) estuvo presente el Perú: las noticias sobre lo que está ocurriendo, la
inseguridad, las cosas que se extrañan y las que deben mejorar. Se habló
también de las elecciones, y me asombró comprobar que algunos de ellos estaban
más enterados que yo de nuestra “realidad”.
Además, Vargas Llosa,
como cualquier peruano (en verdad, como cualquier otra persona, peruana o no,
que se interese por nuestros problemas), tiene derecho a opinar sobre el país
(que tenga razón no tiene que ver con su lugar de residencia, sino con la
solidez de sus argumentos). Es un despropósito minimizar la opinión de los que
viven lejos, así como la opinión de quienes no nos hemos pasado, como ella, más
de cinco años haciendo campaña por todas partes. Por un lado, no estábamos
postulando a nada, y por otro, aunque nos encantaría dedicar tanto tiempo a
recorrer el Perú, piña: tenemos que trabajar.
¿Acaso
escribir novelas (es decir, inventar historias) te da permiso para opinar sobre
la realidad?
El aspecto más grave
de los comentarios de Fujimori no radica, me parece, en estos puntos. Volvamos
sobre lo que dijo: Vargas Llosa debería vivir en nuestro país y conocer la
realidad antes de opinar sobre él. Ajá. Bacán. Precisamente sobre eso va el
post de hoy.
“Cinco Esquinas”, su más reciente novela,
se ambienta en un Perú de fines del siglo XX, bajo el mando de Fujimori y Montesinos.
Lectura obligada para el fujimorismo. Imagen: El Comercio
Vargas Llosa es un
escritor. Aunque se ha dedicado también al cuento, al ensayo, al teatro y al
artículo, Vargas Llosa es, sobre todo, un escritor de novelas. Novelas de
aspiración realista, para ser más precisos. Las más importantes (con las
contundentes excepciones de La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo)
están ambientadas en el Perú.
¿Acaso ambientar una
historia en el Perú convierte a su autor en conocedor de la realidad nacional,
sea lo que sea que eso signifique? La verdad es que no. Sin embargo, observemos
el caso particular de Vargas Llosa. A propósito de las declaraciones de la
candidata de Fuerza Popular, José Carlos Yrigoyen se pregunta: “¿Sabrá Keiko
que las novelas de Vargas Llosa son leídas y releídas en las principales
universidades del país y del mundo, y que a partir de esas lecturas muchos
sociólogos, politólogos y especialistas varios han elaborado trabajos
imprescindibles para entender cómo somos, qué pensamos los peruanos y cuál es
nuestra circunstancia y nuestras aspiraciones?”
¿Por qué ocurre eso?
En principio, porque las mejores novelas de Vargas Llosa no son buenas solo por
las historias que cuentan. Es cierto que, sobre cualquier cosa, son eso,
historias bien contadas (ya hemos citado aquí el concepto que Vargas Llosa
tiene sobre una buena novela), pero no acaban allí. Son, además, propuestas
estéticas y técnicas (como se evidencia en la experimentación formal de
Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el
escribidor, por ejemplo).
Y son, también,
ejercicios de interpretación de la realidad: en sus novelas, Vargas Llosa
reflexiona sobre el país, las estructuras que lo dominan, los problemas que lo
aquejan y las esperanzas que le quedan. Sus novelas están repletas de
referencias y claves, y estas funcionan como puentes hacia todas las
direcciones posibles: la literatura misma, la lingüística, la filosofía, las
ciencias sociales (historia, antropología, sociología), etcétera. Especialistas de todas estas áreas se han
acercado a la realidad nacional a través de la obra de Vargas Llosa, y han
buscado allí pistas que sirvan para desentrañar la complejidad del país. Han
leído al Perú en Vargas Llosa.
Eso explica, entre
otras cosas, que la Academia Sueca le concediera el Premio Nobel en 2010 “por
su cartografía de las estructuras del poder y sus aceradas imágenes de la
resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”.
[El libro Las guerras
de este mundo. Sociedad, poder y ficción en la obra de Mario Vargas Llosa,
editado por Planeta, recoge una serie de conferencias que formaron parte del
congreso que, bajo el mismo nombre, organizó el Centro Cultural de la PUCP en
2001. Allí se analiza la obra de Vargas Llosa desde las ciencias sociales, la
historia, el teatro y el cine. Asimismo, la edición conmemorativa por los
cincuenta años de La ciudad y los perros, publicada por Alfaguara en 2012,
incluye ensayos y reflexiones sobre esta novela, que permiten entender no solo
el contexto en que se publicó y el efecto que produjo, sino que además brindan
interpretaciones sobre la obra, tanto en conjunto como a partir de pasajes
específicos].
¿Y
cómo así Vargas Llosa, que no vive en el Perú hace muchos años, lo conoce
tanto?
Sí, llegamos a Mario en Perú en tiempos de blanco
y negro. Foto: www.arkivperu.com
Vargas Llosa tuvo más
de una oportunidad para conocer, padecer, recorrer, estudiar y comprender el
Perú. Nació en Arequipa (1936), pero vivió un solo año en esa ciudad, el
primero, porque luego su familia materna se mudó a Cochabamba, Bolivia (donde
su abuela Pedro Llosa ejerció como cónsul entre 1937 y 1945). Allí tuvo una
primera imagen del Perú, que llegaba a él a través de los recuerdos de sus
abuelos y tíos: la patria distante.
A su regreso, la
familia Llosa se instaló en Piura. Vargas Llosa vivió allí poco tiempo, porque
su padre, a quien él creía muerto, apareció en su vida. En secreto, él y Dora,
la madre de Mario, se habían reconciliado con su padre, y los tres abandonaron
Piura para vivir en Lima.
Como sabemos, allí se
acabó la época de felicidad absoluta de ese niño. Esa dolorosa experiencia
(conocer a su padre y convivir con él) marcó para siempre a Vargas Llosa, quien
a partir de entonces hizo una carrera contra el tiempo para convertirse en
adulto y liberarse de su padre. (Si no conoces la historia, corre a leer El pez
en el agua, las memorias de Vargas Llosa).
En estas memorias podemos conocer la vida,
amistades, experiencias de MVLL.
Hasta entonces,
incluso con un padre violento y autoritario como el que tuvo, Vargas Llosa
siguió siendo un niño de clase media, desconectado de la realidad que lo
circundaba. El Perú entero le explotó en la cara cuando ingresó en el Colegio
Militar Leoncio Prado, donde estudió el tercer y el cuarto de secundaria. Ese
colegio era una versión en miniatura del Perú: complejo, diverso, desigual,
injusto, machista, reprimido, represivo y absurdamente violento.
Entre finales de 1951
e inicios de 1952, Vargas Llosa, que tenía apenas 15 años, empezó a trabajar
como periodista en el diario La Crónica. Allí conoció otra cara de Lima: la de
los hechos policiales, los prostíbulos, los bares y las borracheras.
Hizo el último año de
colegio en Piura (1952). En esa ciudad fue feliz y productivo (montó su primera
obra de teatro, La huida del inca, y trabajó además como periodista de La
Industria). También se dio tiempo para conocer y visitar La Casa Verde, el
mítico burdel enclavado en el desierto del que había oído hablar en su primera
estancia en Piura.
Volvió a Lima e
ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1953), que es otra de
sus experiencias más intensas con el Perú. En la universidad leyó a muchísimos
autores peruanos e hispanoamericanos.
Conoció y trabó amistad con jóvenes escritores e intelectuales. Se acercó a
grupos comunistas como Cahuide, declarado en clandestinidad por su oposición a
la dictadura del general Manuel Odría (1948-1956). También en San Marcos,
conoció al historiador Raúl Porras Barrenechea, quien fue su profesor. Porras
contrató a Vargas Llosa para que lo ayudara a fichar (leer, resumir y observar)
libros, especialmente sobre la Conquista.
En 1955, se casa a
escondidas con su tía política Julia Urquidi Illanes, diez años mayor que
él. El matrimonio se celebra en un pequeño
pueblo de Chincha llamado Grocio Prado. Tienen que ir hasta allá para que un
alcalde pase por alto el hecho de que el joven Vargas Llosa es menor de edad:
tiene 19 y no 21, que es lo que la ley de entonces exige. Durante la
convivencia llegan a acumular siete trabajos para mantener a su familia. El
matrimonio duraría hasta 1964.
Al terminar la
universidad, obtuvo la beca Javier Prado, que le permitía ir a Madrid a
estudiar un doctorado. Cuando ya faltaba poco para su viaje, le ofrecieron la
posibilidad de realizar un recorrido por la Amazonía, como parte de una
comisión que acompaña al antropólogo Juan Comas. La experiencia en la Selva
marca profundamente a Vargas Llosa, quien volverá dos veces más a la selva para
investigar sobre ella: allí encuentra historias sobre soldados, traficantes de
caucho, machiguengas, huambisas, aguarunas, misioneros, y un servicio de
prostitutas organizado por el Ejército para calmar a las tropas destacadas en
la zona.
Todo lo que he
mencionado (experiencias vitales de Vargas Llosa anteriores a su primera larga
temporada fuera del Perú, entre 1958 y 1974) alimenta buena parte de su
ficción. La figura del padre aparece probablemente en todas sus historias, pero
especialmente en La ciudad
y los perros (1963), donde también aparece, por supuesto, el Colegio Militar
Leoncio Prado. Las referencias a la clase media limeña cruzan su obra, y
aparecen, por ejemplo, tanto en Los cachorros (1967) como en Travesuras de la
niña mala (2006). Piura y la selva son los escenarios centrales de La casa
verde (1966), aunque Piura persiste en ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) y
la selva en Pantaleón y las visitadoras (1973) y El hablador (1987). Las
experiencias como periodista, estudiante de San Marcos y miembro de Cahuide alimentan
la trama de Conversación en La Catedral (1969). Del mismo modo, recoge
elementos de su aventura matrimonial con Julia Urquidi, el influjo del
melodrama y los radioteatros, y el trabajo en Radio Panamericana para La tía
Julia y el escribidor (1977).
No hemos hablado aquí
de su regreso al Perú (entre 1974 y 1990), de su experiencia en el Perú
convulsionado de los ochentas, de su cargo al frente de comisión que investigó
el Caso Uchuraccay, de su papel como intelectual público, de su candidatura
presidencial, de los años que pasó recorriendo el país durante campaña, de la
guerra sucia, de novelas ambientadas en otros países como La guerra del fin del
mundo (1981) y La fiesta del Chivo (2000), de las novelas eróticas, de su
teatro, de sus ensayos (uno de los cuales estudia la obra de otro escritor
peruano, José María Arguedas). Y, sin embargo, en todos esos libros restantes,
Vargas Llosa también está hablando del Perú.
[Muchos de estos
datos los he tomado de las notas que preparó Luis Rodríguez Pastor para
acompañar y enriquecer El inconquistable (Estruendomudo, 2001), el libro que
recoge la entrevista que Beto Ortiz realizó a Vargas Llosa en 2000 (pueden
verla aquí). Rodríguez Pastor es, además, autor de Mario Vargas Llosa para
jóvenes (Estruendomudo, 2012). Pueden seguir su trabajo en su página de
Facebook, así como en Rocola Peruana, su blog en La Mula, donde recupera notas
de archivo (artículos, noticias, testimonios, crónicas, entrevistas, fragmentos
de libros) sobre sus temas de interés: música criolla, cultura afroperuana,
Alianza Lima, la historia de la izquierda en el Perú, literatura
latinoamericana, etcétera].
¿Y
de qué nos sirven esos libros para “entender la realidad” si todo eso ya pasó?
Una de las
novelas que mejor explicó la realidad del Perú en los años 50. Imagen:
hahr-online.com
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Piensa en las
dictaduras. Vargas Llosa publicó Conversación en La Catedral, una novela que
(entre muchas otras cosas) reflexiona sobre cómo las dictaduras pervierten a
una sociedad. En las 700 páginas del libro, el dictador no aparece nunca, como
para que no quepan dudas: independientemente de él, es la sociedad la que se
pudre: las universidades sitiadas por agentes del orden, las instituciones
corrompidas, el sector empresarial convenido y descarado, los medios asediados
o intervenidos, el perverso poder de los “asesores en la sombra”, y los
peruanos viendo pasar el tren, de nuevo. ¿Algo de eso te suena familiar?
Mira, qué curioso. Y
sin embargo, no es rencor ni envidia de Vargas Llosa contra Fujimori por la derrota
sufrida en las elecciones de 1990. En primer lugar, porque la novela fue
publicada veinte años antes de ese proceso, en 1969, cuando Fujimori estaba
estudiando especializaciones en física y matemática, no se había casado aún con
Susana Higuchi y, por lo tanto, no habían siquiera nacido sus hijos. ¿Cómo pudo
predecir Vargas Llosa lo que nos pasaría? Es que él no estaba hablando de lo
que nos iba a pasar, sino de algo que ya nos había pasado: la dictadura de
Manuel Odría (1948-1956). Ocurre que algunos mecanismos se repiten, pero el
paso del tiempo, el silencio cómplice y las nuevas circunstancias generan la
impresión de nada así nos ha ocurrido antes.
Piensa en Montesinos, piensa en Cayo Bermúdez,
piensa en Esparza Zañartu, piensa en Johnny Abbes.
Tomemos, para
terminar, a dos personajes de Vargas Llosa, ambos del Ejército peruano: el
intachable teniente Gamboa de La ciudad y los perros y el capitán Pantaleón
Pantoja, maniático de la perfección que protagoniza Pantaleón y las
visitadoras. Ambos aman a su institución, se preocupan por estar a su altura,
se enorgullecen de ella y se esfuerzan por enaltecerla. Actúan con un sentido
del deber que está en el papel y en el juramento, pero que al parecer solo
ellos aplican a sus vidas. Diversas circunstancias los empujan a enfrentar a
sus superiores. No se rebelan, no se quejan: exponen su desconcierto y su
malestar. ¿Cuál es su final? No voy a decirlo, por si acaso ha llegado hasta
aquí alguien que no ha leído esos libros. Baste con decir que el final de ambos
es más o menos el mismo.
Un miembro de las
fuerzas del orden: efectivo, valiente, honesto. Una autoridad envenenada y
corrupta a la que todo respeto a la institución le complace solo cuando sirve a
sus intereses. Piensen cuál sería el resultado de ese encuentro. Recuerden,
asocien. Es probable que lo que pasó con Gamboa y Pantoja haya pasado luego
muchas veces. Por eso, a veces resulta conveniente pedirle silencio a quien ha
venido a recordártelo.
Literatura, Pasajero
Sábado, 23 Abril 2016
Foto: El Comercio
Foto: El Comercio
Miguel Flores-Montúfar
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