El concepto filosófico de “naturaleza
humana” tiene una larga historia. En la cultura occidental, su estudio comenzó
con Sócrates en el siglo V a. C., pero fue Aristóteles quien sostuvo que la
naturaleza humana se caracteriza por atributos únicos, en particular, la
necesidad de socializar y la capacidad de razonar. Para los estoicos de la
Grecia helenística, la naturaleza humana daba significado a la vida, y
contribuyó a su adopción del cosmopolitismo y la igualdad.
Antiguos filósofos chinos como
Confucio y Mencio creían que la naturaleza humana es innatamente buena,
mientras que Xunzi pensaba que es malvada y carente de brújula moral. En las
tradiciones judeo‑cristiano‑islámicas, se considera que la naturaleza humana
está fundamentalmente corrompida por el pecado, pero que podemos redimirnos
aceptando a Dios, a cuya imagen hemos sido creados.
Los filósofos occidentales modernos
que escribieron en los siglos XVII y XVIII ampliaron estas ideas. El filósofo
inglés Thomas Hobbes sostuvo que nuestro estado natural conduce a una vida que
es “solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”; por eso necesitamos una
autoridad política centralizada fuerte (el así llamado Leviatán).
En cambio, Jean-Jacques Rousseau
creía que la naturaleza humana es maleable, pero que en nuestro estado original
no tenemos razón, lenguaje o comunidad. Concluyó que la inadecuación entre la
condición primitiva y la civilización moderna es la causa de nuestra
infelicidad, y propugnó un regreso a la naturaleza en sentido literal. El
siempre razonable y moderado David Hume propuso que los seres humanos se
caracterizan por una combinación de altruismo y egoísmo, y que esa combinación
se puede moldear parcialmente para bien (o para mal) mediante la cultura.
Las investigaciones de Charles Darwin
a mediados del siglo XIX volvieron insostenibles muchas de las primeras
visiones “esencialistas” de la naturaleza humana. La idea de que los seres
humanos poseemos una reducida serie de rasgos exclusivos no se condice con el
lento y gradual avance de la evolución darwinista. Aunque el Homo
sapiens evolucionó como una especie particular dentro de los primates,
eso no implica un quiebre claro entre nuestra biología y la de otras especies.
El debate filosófico sobre la
naturaleza humana continúa, actualizado con los hallazgos de la biología. Hoy
algunos filósofos interpretan a Rousseau y Darwin en el sentido de que la
naturaleza humana misma es inexistente y qué aunque la biología ponga límites
al cuerpo, no restringe la mente ni la volición.
Los psicólogos evolutivos, e incluso
algunos neurocientíficos, dicen que eso es absurdo. El mensaje que extraen de
Darwin (y en parte de Rousseau) es que estamos mal adaptados a un contexto
moderno: básicamente, somos monos del Pleistoceno que de pronto nos encontramos
equipados con teléfonos móviles y armas nucleares.
Como biólogo evolutivo y filósofo de
la ciencia, mi visión es que la naturaleza humana sin duda existe, pero que no
se basa en ninguna clase de “esencia”, sino que nuestra especie, igual que
cualquier otra especie biológica, se caracteriza por un conjunto de rasgos
dinámico y en evolución, que son estadísticamente típicos de nuestro linaje
pero ni están presentes en todos sus miembros ni ausentes en todas las demás
especies.
¿Qué importancia tiene esto para
alguien que no sea científico ni filósofo? Se me ocurren al menos dos buenas
respuestas. Una es personal; la otra es política.
En primer lugar, la interpretación
que hagamos de la naturaleza humana tiene amplias implicaciones para la ética,
en el antiguo sentido grecorromano de un estudio sobre cómo hay que vivir.
Alguien que sostenga una visión judeo‑cristiano‑islámica de la naturaleza
humana estará naturalmente inclinado a adorar a Dios y guiarse por los
preceptos religiosos. En cambio, alguien que siga una filosofía existencialista
según los lineamientos de Jean‑Paul Sartre o Simone de Beauvoir pensará que
puesto que “la existencia es anterior a la esencia”, somos radicalmente libres
para moldear nuestras vidas según nuestras propias elecciones, y no necesitamos
la ayuda de Dios en el proceso.
Además, las ideas sobre la naturaleza
humana afectan las concepciones éticas. Y en la actualidad, nuestra situación
ética es un desastre. Un estudio reciente en Estados Unidos calificó la
presidencia de Donald Trump como la “más antiética” de la historia
estadounidense; y la encuesta anual de Gallup en el mismo país sobre cuestiones
éticas habla de una erosión permanente de los valores morales. Si todos nos
tomáramos un momento para analizar dónde nos situamos en el debate sobre la
naturaleza humana, podríamos obtener una valiosa comprensión de nuestras
creencias, y por extensión, de las creencias ajenas.
Personalmente, me inclino hacia la
ética naturalista de los estoicos, para quienes la naturaleza humana limita y
sugiere –sin determinar rígidamente– lo que podemos y debemos hacer. Pero
cualquiera sea la orientación religiosa o filosófica de cada uno, la reflexión
sobre quiénes somos –en sentido biológico y en general– es un buen modo de
hacernos más dueños de nuestras acciones, un ejercicio que (no hace falta
decirlo) le vendría bien a más de uno.
Traducción: Esteban Flamini
1 de octubre de 2018
Project Syndicate
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