22 feb. 2018
Carlos Malamud, catedrático de Historia de América de la
UNED. EFE/Archivo
Entre octubre de 2017 y fines de
2019, catorce países latinoamericanos habrán pasado por las urnas. El resultado
de estas elecciones no sólo tendrá consecuencias para la gobernabilidad de cada
uno de ellos, sino también redefinirá el perfil político de toda la región.
Simultáneamente se observa que la
América Latina de hoy ya no es igual a la de ayer. Se ha debilitado la
incidencia de las unanimidades de años anteriores, consecuencia de los proyectos
hegemónicos de inspiración bolivariana, solo posible en tiempos de Chávez y de
la máxima expansión del ALBA, lo que también influye en la dinámica electoral.
Una constante presente en la
totalidad de las elecciones es la incertidumbre. Como señaló Immanuel Kant: “la
inteligencia del individuo (se mide) por la cantidad de incertidumbres que es
capaz de soportar”. De ahí que ante el elevado número de citas electorales
pendientes, 12 en los próximos 24 meses, los latinoamericanos deberán
gestionarla en grandes dosis.
A fines de 2017 se votó en Chile y
Honduras y a comienzos de febrero tuvo lugar la primera vuelta en Costa Rica.
En contra de lo que inicialmente se pensaba, en estos tres casos se dieron
situaciones inesperadas.
En 2018 habrá elecciones presidenciales
en Costa Rica (pendiente la segunda vuelta), Paraguay, Colombia, México, Brasil
y, eventualmente, Venezuela. Incluso cambiará el presidente del Consejo de
Estado y del Consejo de Ministros en Cuba. Según anunció Raúl Castro, en abril
dejará su cargo al vicepresidente Miguel Díaz-Canel.
En 2019 El Salvador, Panamá,
Guatemala, Uruguay, Argentina y Bolivia pasarán por las urnas. La lejanía de
muchos de estos procesos añade nuevas indefiniciones que deben ser
consideradas, comenzando por la identidad de los vencedores, pero también por
el nombre de los candidatos.
Habrá igualmente otras cuestiones
decisivas para el desenlace electoral. La posibilidad de que los presidentes
puedan ser reelectos o que se produzca algún tipo de alternancia; la existencia
o no de segunda vuelta; la cohabitación de presidentes débiles y parlamentos
fragmentados; la persistencia de gobiernos populistas, bien sean bolivarianos o
escorados más a la derecha; o el peso de las iglesias evangélicas y de las
agendas valóricas. A todo esto se agregar el hecho de que no siempre contamos
con encuestas que reflejen de forma aproximada las preferencias políticas de
los ciudadanos.
Países como Colombia, Brasil, México
y Argentina, las cuatro mayores economías de la región, elegirán presidente en
los próximos dos años. La participación de Lula en las elecciones brasileñas y
un eventual triunfo de Andrés Manuel López Obrador en México son dos de las
incógnitas a despejar. Otra es la continuidad, por un cuarto mandato
consecutivo, de Evo Morales, pese a que de momento ya sabemos que Rafael Correa
no podrás aspirar a una nueva reelección. Por eso, si se quiere insistir en la
idea de un cambio de ciclo político habrá que conocer previamente los
resultados, entre otros, de Uruguay y El Salvador, gobernados por distintas
opciones de izquierda.
¿En qué contexto tendrá lugar este
intenso ciclo, al que algunos han denominado con cierto acierto “maratón
electoral? Para comenzar, habría que decir que se produce en un momento de
claro retroceso democrático, como demuestran de forma recurrente las últimas
ediciones del Latinobarómetro y otras encuestas de ámbito regional.
Allí donde el voto no es obligatorio
el fenómeno se expresa con una alta abstención. Este retroceso se ha visto
acompañado de una mayor desafección con la democracia, sus instituciones, los
partidos políticos y sus dirigentes. Según el Barómetro de las Américas, la
encuesta LAPOP, el apoyo a la democracia en América Latina pasó del 69 % en
2012 al 57,8 % en 2017, un descenso de más de 10 puntos en tan solo seis años.
Si bien el desprestigio de los
partidos políticos no es un fenómeno exclusivo de América Latina, sí tiene una
incidencia clara en la coyuntura política regional. El desarrollo de noticias
falsas y la post verdad, el impacto de las redes sociales o incluso una posible
injerencia de algún poder extranjero están cada vez más presentes en la región,
la misma que a mediados del siglo XX inventó el populismo, al menos según sus
características actuales.
Las opiniones públicas latinoamericanas
le otorgan una importancia creciente a la violencia y la corrupción. La primera
afecta la vida cotidiana de numerosos ciudadanos. La segunda influye en su
límite de tolerancia sobre ciertas prácticas delictivas y afectas negativamente
a la imagen de políticos y gobernantes.
Si bien la aceptación de la
corrupción ha solido ser muy laxa, la percepción social de ciertos fenómenos
recientes, como las consecuencias de la operación Lava Jato en Brasil o las
repercusiones regionales del caso Odebrecht han bajado considerablemente el
listón de lo admisible, como se ha visto en Chile y en otros países. Por eso
habrá que ver cómo repercutirá en las próximas elecciones. En 2017 la
corrupción le ha costado el cargo a los vicepresidentes de Ecuador y Uruguay.
Los próximos comicios se van a
desarrollar en una coyuntura económica particular, marcada por el fin del súper
ciclo de las materias primas, que permitió inyectar ingentes cantidades de
dinero a los gobiernos latinoamericanos. Al margen de su color político o ideológico,
la nueva realidad ha pasado factura a la popularidad de presidentes y otros
líderes políticos.
La llegada de menores recursos afectó
la financiación de una amplia gama de políticas públicas, subsidios y prácticas
clientelistas. Ahora bien, la recuperación del precio de algunos productos
básicos, como los alimentos, el petróleo o el cobre, ha permitido pasar de los
números rojos de 2015 y 2016 al 1,2 % de crecimiento del PIB regional en 2017 y
a una estimación del 2,2 % para 2018.
Esta recuperación influirá sobre la
coyuntura política, pero todavía no sabemos exactamente de qué forma lo hará,
ni si los gobiernos en ejercicio tendrán tiempo de recuperar sus ratios de
aprobación previos a la crisis o si seguirán sufriendo el castigo popular. De
momento, triunfaron algunas opciones de derecha o centro derecha, como Mauricio
Macri (Argentina, 2015), Pedro Pablo Kuczynski (Perú, 2016) o Sebastián Piñera
(Chile, 2017).
Estos resultados no bastan para
hablar de un nuevo ciclo político o de un giro a la derecha. Solo a fines de
2019, cuando se haya alcanzado la meta de esta “maratón” electoral, estaremos
en condiciones de saber el rumbo que definitivamente haya decidido seguir la
región o si, por el contrario, sus ciudadanos optaron por apoyar las opciones más
favorables al mantenimiento de la indefinición actual, asentada en buena medida
en la fragmentación existente.
NOTA: Este artículo forma parte del
servicio de firmas de la Agencia EFE al que contribuyen diversas
personalidades, cuyos trabajos reflejan exclusivamente las opiniones y puntos
de vista de sus autores.
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