Al resultar electo presidente de
los Estados Unidos, Barack Obama le dijo a una niña: “A este mundo le falta
empatía, y cambiar eso depende de tu generación”. La idea que expresaba Obama
está muy difundida, así que el título de un nuevo libro de Paul Bloom
(psicólogo de la Universidad de Yale) puede generar sorpresa: Against Empathy [Contra la empatía].
¿Cómo puede alguien estar en contra de algo que nos permite ponernos en los
zapatos de los demás y sentir lo que sienten?
Para responder esa pregunta,
podríamos hacer otra: ¿por quién debemos sentir empatía? Ahora que Donald Trump
se prepara para suceder a Obama, algunos analistas señalan que Hillary Clinton
perdió la elección del mes pasado porque le faltó empatía con los
estadounidenses blancos, en particular los votantes del viejo cinturón
industrial que añoran los días en que Estados Unidos era una potencia fabril.
El problema es que la empatía hacia los trabajadores estadounidenses está en
tensión con la empatía hacia los trabajadores mexicanos y chinos, a quienes
quedarse sin empleo perjudicaría incluso más que a los primeros.
Tener empatía con alguien nos
predispone mejor hacia esa persona. Es algo bueno, pero también tiene su lado
oscuro. En sus discursos de campaña, Trump usó el trágico asesinato de una
joven llamada Kate Steinle a manos de un inmigrante indocumentado para generar
apoyo a sus políticas antiinmigrantes. Por supuesto, nunca ofreció una
descripción tan vívida de los casos (publicados) de inmigrantes indocumentados
que salvaron las vidas de personas que no conocían.
Los animales con grandes ojos
redondos, como las crías de foca, despiertan más empatía que los pollos, a los
que infligimos muchísimo más sufrimiento. Algunas personas incluso se muestran
reacias a “dañar” a robots, aunque saben que estos no pueden sentir nada. Por
otra parte, los peces (que son fríos y resbaladizos, y no pueden chillar)
despiertan poca empatía, aunque (como sostiene Jonathan Balcombe en What a Fish Knows [Lo que un pez
sabe]), hay sobradas pruebas de que sienten dolor igual que las aves y los
mamíferos.
La empatía con un puñado de niños que
(supuesta o realmente) sufren daños derivados de las vacunas es una de las
principales causas de cierta resistencia popular a inmunizar a los niños contra
enfermedades peligrosas. Esto lleva a que haya millones de padres que no
vacunan a sus hijos, cientos de niños que enferman y muchos más afectados (a
veces fatalmente) por la enfermedad, más que los que realmente tendrían efectos
adversos de la vacuna.
La empatía puede llevarnos a cometer
injusticias. En un experimento, los sujetos de prueba debían escuchar una
entrevista a una niña que sufría una enfermedad terminal. A algunos se les
pidió tratar de imaginar lo que sentiría la niña, mientras que los otros
recibieron instrucciones de mantener la objetividad. A continuación, tenían la
posibilidad de mejorar la posición de la niña en la lista de espera para un
tratamiento, por encima de otros niños a los que ya se había evaluado como
prioritarios. Tres de cada cuatro sujetos a los que se les pidió ser empáticos
hicieron uso de esa posibilidad, contra sólo uno de cada tres de los que
trataron de ser objetivos.
“Una muerte es una tragedia; un
millón es una estadística”. Así como la empatía puede volvernos demasiado
favorables hacia los individuos, los números grandes nos insensibilizan. Hace
poco, una organización sin fines de lucro con sede en Oregon, llamada Decision
Research, creó un sitio web, ArithmeticofCompassion.org, que busca mejorar la capacidad de comunicar información sobre
problemas a gran escala, sin permitir que surja la “insensibilidad numérica”.
En una época en que historias personales vívidas se viralizan e influyen en las
políticas públicas, la importancia de ayudar a visibilizar esos problemas es
indiscutible.
Estar contra la empatía no es estar
contra la compasión. En una de las secciones más interesantes de Against
Empathy, Bloom describe cómo aprendió la diferencia entre la empatía y
la compasión, gracias a Matthieu Ricard, el monje budista que ha sido
descrito como “el hombre más feliz de la Tierra”. Hace unos años, la neurocientífica
Tania Singer (de quien no soy pariente) tomó lecturas del cerebro de Ricard
mientras este practicaba “meditación compasiva”; para su sorpresa, encontró que
no había actividad en las áreas del cerebro que normalmente se activan cuando
las personas sienten empatía con el dolor de otras. Cuando a Ricard le pidieron
generar esa clase de empatía, pudo hacerlo, pero lo halló desagradable y
agotador; en cambio, describió la meditación compasiva como “un cálido estado
positivo asociado con una fuerte motivación prosocial”.
Singer también tomó a personas sin
experiencia previa en meditación y las entrenó para hacer meditación compasiva,
mediante la técnica de generar pensamientos positivos en relación con una serie
de personas, desde alguien cercano al meditador hasta llegar a desconocidos.
Este entrenamiento puede llevar a una conducta más amable.
La meditación compasiva se parece a
lo que a veces se denomina “empatía cognitiva”, porque involucra el pensamiento
y la comprensión de la situación ajena, más que el sentimiento. Esto nos lleva
al último gran mensaje del libro de Bloom: el camino que tomó la ciencia
psicológica la llevó a subestimar el papel que tiene la razón en nuestras
vidas.
Cuando los investigadores hacen
experimentos para demostrar que algunas de nuestras actitudes y elecciones
supuestamente deliberadas pueden depender de factores irrelevantes como el
color de la pared, el aroma de la habitación o la presencia de un dispensador
de desinfectante para manos, esos trabajos se publican en revistas de
psicología y hasta puede que salgan en las noticias. Pero publicar (y ni hablar
de difundir) una investigación que muestre que la gente toma decisiones basadas
en evidencia pertinente es más difícil. Esto muestra que la psicología tiene
incorporado un sesgo contra la idea de que tomamos decisiones razonadas.
La idea más positiva que tiene Bloom
del papel de la razón concuerda con lo que considero la comprensión correcta de
la ética. La empatía y otras emociones suelen motivarnos a hacer lo correcto,
pero son igualmente capaces de motivarnos a hacer lo incorrecto. En la toma de
decisiones éticas, la capacidad racional del ser humano es fundamental.
Peter Singer Professor, Princeton University
15/12/2016
Image: REUTERS/Gonzalo Fuentes - RTSVCYN
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