jueves, 11 de mayo de 2017

Morir por nada - Antonio Navalón

Ocho años después de la crisis no hay modelo, no hay solución, no hay culpables y nadie sabe dónde ir

Me dan mucha pena los gobernantes actuales. Pobres tiempos aquellos en los que ser un buen líder era sinónimo de buena gestión económica. Pobres tiempos aquellos en los que los políticos ganaban en las urnas para que después el carnicero de finanzas de turno ofreciera el sacrificio de la sociedad en el altar del FMI o del Banco Mundial, según el principio de la política moderna que dicta que lo sano es la economía y lo enfermo, los pueblos. Ahora más allá del ruido y la furia, del insulto y de las cuentas pendientes que cada uno tenemos con nuestro país, ¿dónde está la gran bolsa de la desesperanza? En todo el mundo, en el mismo sitio, en la gente castigada porque nadie quiere confesar que el modelo que nació en Bretton Woods en 1944 ya murió.


Nadie quiere confesar que el Estado de bienestar —conquista sin precedentes en la historia de la humanidad— estaba hecho para países ricos, escasamente poblados, y que su principal éxito consiste en que alguien se retire del trabajo a los 55 años y aún aspire a 30 años de golf y sexualidad plena. Pero simplemente ha resultado inviable. Además, a medida que se ha avanzado en conquistar espacios y territorios de libertad individual, el sentido colectivo de la responsabilidad —por ejemplo, dar hijos a la patria— ha ido descendiendo. Y así nos encontramos con el hecho de que los Estados tienen muchas obligaciones y poca gente para cumplirlas.

Como si eso no fuera suficiente, nos metimos en la mayor revolución de todos los tiempos en cuanto a los criterios de producción al cambiar una economía de cosas concretas como puentes, carreteras, aeropuertos y trabajo por una economía de especulación financiera, colonización tecnológica y equilibrio del terror basado en la cantidad de bombas nucleares fabricadas para despachar al resto del universo.

Y así fuimos avanzando hasta encontrarnos con una realidad: un Occidente que no trabaja y un Oriente que acapara gran parte de los puestos laborales. En medio, el papel ridículo y terrible de los gobernantes. En ese sentido, el presidente electo de EE UU, Donald Trump, tiene una gran ventaja ya que, como se dedica al cemento, su concepto de la política y de la economía es muy realista. Por eso, choca tanto.

Sin embargo, es una pena que un triunfador como él —de rey del ladrillo a conquistador de la Casa Blanca— no haya tenido más curiosidad por hacer un balance humano. Su Gobierno se va a parecer al régimen absolutista de María Antonieta, formado por millonarios que no comprenden las necesidades de los de abajo y que se contentan con reproducir aquella célebre frase, atribuida a la reina de Francia, que acabó perdiendo la cabeza: "Si tienen hambre, que coman pasteles". Aunque, al menos, Trump es realista, no como esos líderes que siguen con planes de austeridad salvajes, mientras el mundo arde y ellos queman a su sociedad en la pira de alguna ortodoxia económica desaparecida.

La crisis de 2008 se desencadenó porque los políticos llegaron a grados de codicia, robo y desvergüenza similares a los de Sodoma y Gomorra. Desde entonces, nadie ha sido capaz de enfrentarse a la realidad de que el modelo económico al que estábamos acostumbrados ha llegado a su fin. Ahora los gobernantes —ya sean los mexicanos con su gasolinazo, los españoles que aprietan a los más débiles con el copago de las medicinas o los que prometen más austeridad para cumplir con las metas económicas de la Unión Europea— están sirviendo al pasado, descuidando el presente y poniendo en marcha una gigantesca revolución social que no será primavera, sino otoño o incendio veraniego que lo quemará todo.

Ocho años después de la crisis no hay modelo, no hay solución, no hay culpables y nadie sabe dónde ir. Mientras tanto, acabado el Welfare State, el mensaje no es solo que el mundo será mucho peor para nuestros hijos, sino la constatación de que lo que les enseñamos no ha servido de mucho. Desde ese punto de vista, el aventurerismo político, la locura y la repetición de las escenas de El gran dictador de Chaplin tienen más sentido que nunca. La ficción cinematográfica se ha hecho realidad y los únicos que pierden son los cines de barrio que cobran entradas para mostrar a sus espectadores que todos sus sacrificios no han servido de nada.



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