Ocho años después de la crisis no hay modelo, no hay solución, no hay culpables y nadie sabe dónde ir
Me dan mucha pena los gobernantes actuales. Pobres tiempos aquellos en
los que ser un buen líder era sinónimo de buena gestión económica. Pobres
tiempos aquellos en los que los políticos ganaban en las urnas para que después
el carnicero de finanzas de turno ofreciera el sacrificio de la sociedad en el
altar del FMI o del Banco Mundial, según el principio de la política moderna
que dicta que lo sano es la economía y lo enfermo, los pueblos. Ahora más allá
del ruido y la furia, del insulto y de las cuentas pendientes que cada uno
tenemos con nuestro país, ¿dónde está la gran bolsa de la desesperanza? En todo
el mundo, en el mismo sitio, en la gente castigada porque nadie quiere confesar
que el modelo que nació en Bretton Woods en 1944 ya murió.
Nadie quiere confesar que el Estado de bienestar —conquista sin
precedentes en la historia de la humanidad— estaba hecho para países ricos,
escasamente poblados, y que su principal éxito consiste en que alguien se
retire del trabajo a los 55 años y aún aspire a 30 años de golf y sexualidad
plena. Pero simplemente ha resultado inviable. Además, a medida que se ha
avanzado en conquistar espacios y territorios de libertad individual, el
sentido colectivo de la responsabilidad —por ejemplo, dar hijos a la patria— ha
ido descendiendo. Y así nos encontramos con el hecho de que los Estados tienen
muchas obligaciones y poca gente para cumplirlas.
Como si eso no fuera suficiente, nos metimos en la mayor revolución de
todos los tiempos en cuanto a los criterios de producción al cambiar una
economía de cosas concretas como puentes, carreteras, aeropuertos y trabajo por
una economía de especulación financiera, colonización tecnológica y equilibrio
del terror basado en la cantidad de bombas nucleares fabricadas para despachar
al resto del universo.
Y así fuimos avanzando hasta encontrarnos con una realidad: un Occidente
que no trabaja y un Oriente que acapara gran parte de los puestos laborales. En
medio, el papel ridículo y terrible de los gobernantes. En ese sentido, el
presidente electo de EE UU, Donald Trump, tiene una gran ventaja ya que, como
se dedica al cemento, su concepto de la política y de la economía es muy
realista. Por eso, choca tanto.
Sin embargo, es una pena que un triunfador como él —de rey del ladrillo
a conquistador de la Casa Blanca— no haya tenido más curiosidad por hacer un
balance humano. Su Gobierno se va a parecer al régimen absolutista de María
Antonieta, formado por millonarios que no comprenden las necesidades de los de
abajo y que se contentan con reproducir aquella célebre frase, atribuida a la
reina de Francia, que acabó perdiendo la cabeza: "Si tienen hambre, que
coman pasteles". Aunque, al menos, Trump es realista, no como esos líderes
que siguen con planes de austeridad salvajes, mientras el mundo arde y ellos
queman a su sociedad en la pira de alguna ortodoxia económica desaparecida.
La crisis de 2008 se desencadenó porque los políticos llegaron a grados
de codicia, robo y desvergüenza similares a los de Sodoma y Gomorra. Desde
entonces, nadie ha sido capaz de enfrentarse a la realidad de que el modelo
económico al que estábamos acostumbrados ha llegado a su fin. Ahora los gobernantes
—ya sean los mexicanos con su gasolinazo, los españoles que aprietan a los más
débiles con el copago de las medicinas o los que prometen más austeridad para
cumplir con las metas económicas de la Unión Europea— están sirviendo al
pasado, descuidando el presente y poniendo en marcha una gigantesca revolución
social que no será primavera, sino otoño o incendio veraniego que lo quemará
todo.
Ocho años después de la crisis no hay modelo, no hay solución, no hay
culpables y nadie sabe dónde ir. Mientras tanto, acabado el Welfare State, el
mensaje no es solo que el mundo será mucho peor para nuestros hijos, sino la
constatación de que lo que les enseñamos no ha servido de mucho. Desde ese
punto de vista, el aventurerismo político, la locura y la repetición de las
escenas de El gran dictador de Chaplin
tienen más sentido que nunca. La ficción cinematográfica se ha hecho realidad y
los únicos que pierden son los cines de barrio que cobran entradas para mostrar
a sus espectadores que todos sus sacrificios no han servido de nada.
15 ENE 2017 - 23:34 CET EL PAIS
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