Las nuevas leyes mordaza y la pretendida protección de identidades y creencias corroen el sistema
Un estudio del Pew Research
Center, especializado en observar los estados de ánimo de la opinión
pública norteamericana, llegó hace relativamente poco a una conclusión muy
llamativa: los jóvenes estadounidenses (18-34 años) son mucho más partidarios
(40%) que sus padres o abuelos (27% y 12%, respectivamente) de que los gobiernos puedan impedir
que la gente diga cosas ofensivas contra las minorías. Alguien puede pensar que,
aparentemente, es una buena noticia que los jóvenes se sientan más cercanos a
las minorías, sean raciales, sexuales o de cualquier tipo, pero lo importante
de este sondeo no está ahí, sino en la notable aceptación que existe de la idea
de que el gobierno debe tomar medidas para recortar la libertad de expresión. Y
eso es importante porque es uno de los índices más aceptados para valorar la
salud de las democracias: los ataques a la libertad de expresión, junto con los
nacionalismos y tribalismos de todo tipo, el aumento incontrolado de las
desigualdades y la aparición de movimientos que impugnan las normas
democráticas, son las cuatro grandes pestes que debilitan, y provocan el declive,
de la democracia liberal.
Así que si uno lee con cuidado revistas y webs de análisis
político en medio mundo, empieza a observar que ya no se habla casi del
hundimiento de la socialdemocracia o la desaparición del socialismo, incluso de
las consecuencias de la crisis económica, el tema que nos abrumaba hasta hace
muy poco, sino de cómo se corroe, poco a poco, la democracia liberal, muy
especialmente a través de las nuevas leyes mordaza y de la pretendida
protección de identidades y creencias. Significativamente, un coloquio organizado este mes por el politólogo estadounidense
Francis Fukuyama y David Runciman, director del departamento de Política de la
Universidad de Cambridge, se tituló: Democracia:
incluso las mejores ideas pueden desaparecer.
Las dos vías más rápidas para profundizar ese deterioro
son el aumento de la desigualdad, que hace que millones de ciudadanos sientan que
la democracia ha quedado capturada por élites económicas y financieras capaces
de vetar todo lo que perjudica a sus propios intereses (Francis Fukuyama) y la peligrosa idea de que los gobiernos deben impedir
que circulen ideas u opiniones, según sean buenas o malas.
Como dijo Oliver Holmes, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1919:
“La verdad o falsedad de las ideas o de las opiniones se mide en el mercado de
las ideas, no en los tribunales, por medio de la demostración de su veracidad o
falsedad”.
Resulta curioso que en una época en la que se extiende
vorazmente la llamada “posverdad” y políticos y personajes públicos
de todo tipo y lugar son capaces de negar, sin el menor parpadeo y con
premeditación, hechos, datos y evidencias incontrastables, se pretenda, al
mismo tiempo, impedir que se difundan ideas u opiniones, con la advertencia de
que no se consentirán las que resulten de mal gusto o vejatorias o que
provoquen “daño moral” a personas públicas o de relevancia pública. Es curioso,
porque se suponía que la democracia liberal se basaba justo en lo contrario: no
se puede falsear dolosamente la realidad pero sí se puede difundir ideas por
muy ofensivas que puedan parecer.
La cuestión no es menor. En España, por ejemplo, y gracias
a la ley mordaza aun en vigor, se pretende castigar hoy con severas penas
de cárcel a un grupo de anarquistas veganos, basándose fundamentalmente en sus
opiniones y mensajes distribuidos por redes sociales, algo que seguramente
hubiera escandalizado al mismísimo juez Holmes a principios de siglo XX. Claro
que en aquella época, casi nadie, en Estados Unidos, hubiera pensado en
titular: La
democracia liberal, en declive.
Oliver Wendell Holmes, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos.
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