jueves, 11 de mayo de 2017

La democracia liberal, en declive - Soledad Gallego-Díaz

Las nuevas leyes mordaza y la pretendida protección de identidades y creencias corroen el sistema

Un estudio del Pew Research Center, especializado en observar los estados de ánimo de la opinión pública norteamericana, llegó hace relativamente poco a una conclusión muy llamativa: los jóvenes estadounidenses (18-34 años) son mucho más partidarios (40%) que sus padres o abuelos (27% y 12%, respectivamente) de que los gobiernos puedan impedir que la gente diga cosas ofensivas contra las minorías. Alguien puede pensar que, aparentemente, es una buena noticia que los jóvenes se sientan más cercanos a las minorías, sean raciales, sexuales o de cualquier tipo, pero lo importante de este sondeo no está ahí, sino en la notable aceptación que existe de la idea de que el gobierno debe tomar medidas para recortar la libertad de expresión. Y eso es importante porque es uno de los índices más aceptados para valorar la salud de las democracias: los ataques a la libertad de expresión, junto con los nacionalismos y tribalismos de todo tipo, el aumento incontrolado de las desigualdades y la aparición de movimientos que impugnan las normas democráticas, son las cuatro grandes pestes que debilitan, y provocan el declive, de la democracia liberal.

Así que si uno lee con cuidado revistas y webs de análisis político en medio mundo, empieza a observar que ya no se habla casi del hundimiento de la socialdemocracia o la desaparición del socialismo, incluso de las consecuencias de la crisis económica, el tema que nos abrumaba hasta hace muy poco, sino de cómo se corroe, poco a poco, la democracia liberal, muy especialmente a través de las nuevas leyes mordaza y de la pretendida protección de identidades y creencias. Significativamente, un coloquio organizado este mes por el politólogo estadounidense Francis Fukuyama y David Runciman, director del departamento de Política de la Universidad de Cambridge, se tituló: Democracia: incluso las mejores ideas pueden desaparecer.

Las dos vías más rápidas para profundizar ese deterioro son el aumento de la desigualdad, que hace que millones de ciudadanos sientan que la democracia ha quedado capturada por élites económicas y financieras capaces de vetar todo lo que perjudica a sus propios intereses (Francis Fukuyama) y la peligrosa idea de que los gobiernos deben impedir que circulen ideas u opiniones, según sean buenas o malas. Como dijo Oliver Holmes, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1919: “La verdad o falsedad de las ideas o de las opiniones se mide en el mercado de las ideas, no en los tribunales, por medio de la demostración de su veracidad o falsedad”.

Resulta curioso que en una época en la que se extiende vorazmente la llamada “posverdad” y políticos y personajes públicos de todo tipo y lugar son capaces de negar, sin el menor parpadeo y con premeditación, hechos, datos y evidencias incontrastables, se pretenda, al mismo tiempo, impedir que se difundan ideas u opiniones, con la advertencia de que no se consentirán las que resulten de mal gusto o vejatorias o que provoquen “daño moral” a personas públicas o de relevancia pública. Es curioso, porque se suponía que la democracia liberal se basaba justo en lo contrario: no se puede falsear dolosamente la realidad pero sí se puede difundir ideas por muy ofensivas que puedan parecer.

La cuestión no es menor. En España, por ejemplo, y gracias a la ley mordaza aun en vigor, se pretende castigar hoy con severas penas de cárcel a un grupo de anarquistas veganos, basándose fundamentalmente en sus opiniones y mensajes distribuidos por redes sociales, algo que seguramente hubiera escandalizado al mismísimo juez Holmes a principios de siglo XX. Claro que en aquella época, casi nadie, en Estados Unidos, hubiera pensado en titular: La democracia liberal, en declive.

Oliver Wendell Holmes, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos.


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