Uno
lee la noticia y enmudece. Uno se queda callado largo rato, con el periódico en
la mano, sin saber dónde poner el corazón. Una pareja convertida en incendio
dentro de su propio carro por una banda de monstruos con pistola. Y lo peor,
toda esta piromanía del horror frente a los ojos despavoridos de sus dos hijas.
Dos seres humanos de seis y tres años de edad que no podrán olvidar jamás la
primera vez que conocieron la muerte.
Dos
niñas que quizás estaban felices porque ese día era día de helados y plaza y
familia. Una familia a la que le incineraron su proyecto de vida en una tarde
cualquiera de Venezuela. ¿Cómo podrán comer helado de nuevo esas niñas? ¿Cómo
olvidarán el momento en que se los llevaron secuestrados a todos, los
arrancaron de cuajo de su día normal, y los encajaron en un rancho a lidiar con
su pánico, mientras a su madre la trasladaron a su casa para saquearla y allí
encontrar la foto de su padre con uniforme de policía? Una foto antigua, una
foto que ya no se correspondía con su trabajo actual, pero que igual se
convirtió en sentencia de muerte, porque en este país ser policía es, entre
otras cosas, ser futura víctima o victimario.
Está
clarísimo: el predicamento unánime de todo delincuente nacional es exterminar a
la raza de los policías. Quizás sólo se salvan los uniformados que han
preferido la siniestra ambigüedad de delinquir y reprimir al mismo tiempo.
Uno
no se acostumbra. Uno no debe acostumbrarse a tanta sordidez en la crónica roja
del país. Uno lee la noticia y enmudece, porque hay demasiada procacidad en el
crimen, porque a uno le pasa por la mente todo lo que debieron vivir esas dos
niñas, dos niñas con las manos y piernas quemadas por intentar rescatar a sus
padres de las llamas. Dos niñas que vieron cómo al papá, Daniel de Jesús, le
cubrieron la cabeza con una bolsa y le descerrajaron un tiro por donde se le
fue la vida para siempre. Dos niñas que también vieron cómo a ambos, padre y
madre, los arrojaron dentro de la maleta del carro y los convirtieron en fogata
trágica y perversa.
“Échenle
candela con todo y las niñas adentro”, así cuentan que dijo uno de los
monstruos. Pero otro le replicó: “Las niñas no hablan”. Y bastó una frase para
que se salvaran. Los delincuentes jugando a ser Dios, a decidir la vida y la
muerte de todos nosotros.
Yo me
pregunto, sinceramente, qué pasa por la mente del presidente de este país
cuando lee una noticia así. ¿Llega a leerla? ¿Suelta un “¡carajo!” y sigue de
largo? ¿Prefiere hacerse el loco? ¿Le echa la culpa a Rajoy y a las Empresas
Polar? ¿No siente ni una pizca de culpa, de responsabilidad, por esta orfandad
y esta orgía de muerte en la que nos ha sumergido el hampa en este país? A él,
que tanto le gusta hablar de batallas y de épicas y de Simón Bolívar, ¿no le
parece bastante épico librar una guerra definitiva contra la epidemia de
asesinos que azotan a este triste mapa en bancarrota moral? ¿Le basta en
dejarlo todo en manos de la OLP, unas siglas tan polémicas como insuficientes?
¿Se ha dado cuenta que mientras agarran a dos delincuentes se les escapan diez
o veinte? ¿Qué les importa a esas niñas, que más nunca olvidarán la plaza
Madariaga ni el olor a ceniza de sus padres, el desalojo de la gigantografía de
Chávez de la Asamblea Nacional? ¿Qué les importan cinco horas de cadena
nacional para culpar del precio del tomate a la derecha burguesa apátrida y
puntofijista? ¿De qué les sirve que el presidente de este país hable tanto de
guerra económica si la única guerra que realmente existe es esa que incendió a
sus padres y les convirtió la vida en una soledad inexplicable?
Maduro
y Cabello dilapidan horas inabarcables de su gestión de gobierno satanizando a
Leopoldo López, emblema de la oposición, y etiquetándolo como el Monstruo de
Ramo Verde. Déjenme decirles, señores revolucionarios, que la verdadera
sociedad de monstruos está diseminada por todo el país, equipada con armas de
guerra asombrosas, brindando por una larga impunidad que los hace más crueles e
invulnerables y gritando “¡Dinero o Muerte!” con una saña y una voracidad
insaciables. Quizás tanto lenguaje carcelario, tanta arenga de batalla, tanto
vocabulario de odio y resentimiento, inoculados vehementemente por el chavismo
durante 17 larguísimos años, terminó permeando a los delincuentes del país y
otorgándoles licencia moral para ser amorales, concediéndoles pasaporte y
consigna para hacer del odio social una borrachera de sangre.
Mientras
tanto, dos niñas tratan de olvidar el horror en que se les ha convertido la
vida. Y fracasan. Y más nunca para ellas un helado tendrá sabor a infancia.
Sino a muerte.
Leonardo Padrón
enero 27, 2016
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