Se me ha
objetado llamar “fascista” al presente régimen en vez de castro-comunista. En
realidad, se trata de dos formas de referirse al mismo fenómeno: el llamado
castro-comunismo es simplemente una nueva expresión de fascismo, un neo-fascismo de
finales del siglo XX y de principios del XXI. Esta precisión puede parecer
banal -en fin de cuentas, es menos problemático el término totalitario-, pero
tiene importantes implicaciones.
Para
quienes tuvimos militancia comunista el fascismo se ubicaba en nuestra antípoda,
pues era cruel, represivo, inhumano y retrógrada, características enfrentadas a
nuestros ideales. A esta percepción contribuyó el hecho de que la URSS
emergiera de la II Guerra Mundial como parte de las fuerzas aliadas, artífices
de la libertad. Más aun, la doctrina profesada explicaba que el partido era una
fuerza de vanguardia, comprometido con la construcción de la sociedad
comunista, en la que las injusticias sociales desaparecerían por haberse
suprimido la “explotación del hombre por el hombre” y en la cual la humanidad
se liberaría de sus penurias materiales. Cualquier ojo avizor hubiera advertido
que la pretensión de imponer tal utopía inexorablemente conduciría a un régimen
totalitario, pero nos obnubilaba la convicción de que este devenir se
fundamentaba en la razón de la Historia (con mayúsculas), como había demostrado
el análisis científico de Carlos Marx y, por tanto, era la genuina
manifestación del progreso inexorable de la humanidad. No podía, por ende, sino
resultar en mayores grados de libertad y justicia. El fascismo, en contraste,
era de “ultra-derecha”, un movimiento irracional que apelaba a las bajas
pasiones, los mitos y las contraposiciones maniqueas para incitar al odio y
justificar la violencia y la maldad contra todos aquellos que no compartían sus
diatribas.
El tiempo
fue mostrando que el accionar de ambos movimientos era muy similar, de vocación
totalitaria. Pero quedaba la contraposición entre el supuesto fundamento
científico, racional, del comunismo, con el carácter irracional y bárbaro del
fascismo. Los crímenes cometidos bajo los regímenes estalinistas serían
atribuibles a “errores” y/o a la crueldad de sus conductores: bastaba
con la aplicación correcta de la doctrina por “revolucionarios de verdad” para
que, ahora sí, las cosas salieran como profesadas. La distinción terminó por
reducirse, por ende, a que el comunismo tenía una justificación doctrinaria,
el fascismo no. La creencia en esa doctrina forjó un instrumento implacable de
opresión en la forma de un partido de militantes abnegados, convencidos de ser
portadores de la verdad (la única admisible) y, en virtud de ello, dispuestos a
todo para lograr que prevaleciera, en nombre de los intereses supremos de la
humanidad, los fines de la Historia. Por tanto, le asistía una razón “moral”:
el fin justifica los medios.
Al quedar
desmontada la pretendida fundamentación científica del marxismo (y de ese
horror que se llamó marxismo-leninismo), se desnudó la naturaleza ideológica de
la doctrina comunista. Se disolvía así la principal distinción que separaban al
movimiento comunista del fascista. La excitación de pasiones a través de
contraposiciones maniqueas construidas con base en mitos era ahora un
expediente común a ambos para legitimar sus respectivas aspiraciones totalitarias.
Si
entendemos a la ideología como una representación sesgada de la realidad para
favorecer las aspiraciones de poder y de dominio de grupos políticos, sociales
o religiosos, reconoceríamos que el fascismo (aun careciendo de doctrina)
requirió también de ella para legitimarse ante los suyos y ante la sociedad. El
fascismo clásico se valió de idearios patrioteros, ultra-nacionalistas, que
invocaban épicas fundacionales -mitos- para justificar su accionar político
como uno de batallas sucesivas contra los enemigos de la Patria o del volk. La
política se planteaba en términos excluyentes, de guerra, donde lo militar y el
ejercicio de la violencia eran cruciales, porque no podía permitirse espacio
alguno para fuerzas que contrariasen las verdades del líder indiscutido. Toda
disidencia debía ser aplastada.
A pesar de
lo repudiable que fueron sus ejecutorias, en sus momentos de auge el fascismo
se bañó de un sentido de supremacía moral por sentirse, igual que los
comunistas, instrumento de la providencia. Desnudados sus horrores, las
primitivas elaboraciones del nacionalsocialismo alemán o de Mussolini no sirven
hoy para fundamentar prácticas fascistas. Éstas se amparan, por tanto, en
mixtificaciones que combinan la invocación original de pasiones patrioteras con
una versión más pasable de justicia, ya no referida a la supremacía excluyente
de una etnia (volk) o Nación, sino de agrupaciones sociales o religiosas
específicas, dando lugar a híbridos fascio-comunistas e islamo-fascistas.
Los
elementos de la doctrina comunista contribuyeron así a remozar los simbolismos
maniqueos con que se construyen los imaginarios fascistas, pero con una
importante contribución. Fortalecieron la visión moralista de todo movimiento
populista -la voz única de un pueblo indiferenciado y homogéneo que debe
imponerse[1]- con
categorías discursivas que invocan la lucha de pobres contra ricos, de
oprimidos contra sus opresores. El hecho de que en nombre de tales objetivos se
hayan cometido las mayores injusticias y aumentado mucho más la pobreza no fue
óbice para seguirlos esgrimiendo para “legitimar” sus atropellos. La
“revolución” se afianzó en trincheras sectarias, mágico-religiosas -de ahí su
sintonía con el islamo-fascismo- que repiten machaconamente sus verdades, no
para convencer a otros sino para preparar a los suyos para el combate, para
imponer su dominio. De ahí los insólitos disparates referentes a la “guerra
económica”, la reclamación de que el “pueblo” está con, no enfrentado
a, Maduro, la supuesta conspiración internacional con los billetes de Bs.
100, hasta la perversa idiotez de la nueva ministra de Salud, Antonieta
Caporale, quien afirmó que la “derecha” articula una campaña mediática
internacional al declarar la existencia de una crisis humanitaria en el país
(¡!).
La
crueldad con que se burlan del sufrimiento de los venezolanos, de quienes
mueren por no conseguir los medicamentos requeridos, de los muchos que escarban
la basura en busca de alimentos, de los millares que a diario se humillan aguantando
horas de cola al sol en espera de alimentos que muchas veces no aparecen, del
atroz número de muertos a manos del hampa, de los precios políticos que se
pudren en las ergástulas del régimen sin razón alguna, expresan esa terrible
“banalidad del mal” de quienes abrazan ciegamente una perspectiva totalitaria
que admite solo una verdad, la suya. Y ello da lugar a la cruel paradoja de
alegar su “supremacía moral” -avalada por la Historia-, para desconectarse del
espantoso sufrimiento causado por sus acciones y disolver así, toda distinción
real entre bien y mal. En este cuadro, denunciarlos de castro-comunistas los
enaltece, pues en el imaginario que ello les evoca, el 80% de venezolanos que
repudiamos la gestión fascista de Maduro estaríamos descalificados por enemigos
del (verdadero) “pueblo”, burgueses, apátridas y pro imperialistas.
Lamentablemente, esta peculiar legitimación hunde sus raíces en las corrientes
políticas dominantes de nuestra historia reciente, salpicadas de
anti-imperialismo, “revoluciones” y profesiones socialistoides.
Al
designarlos como fascistas se les quita la hoja de parra de los mitos
redentores del comunismo que tanto les reconforta. El terror que les causa
quedar desnudados de fascistas los llevan a lo indecible para proyectar en
otros su propia naturaleza. Nada consuela más a la conciencia de los Maduro,
Cabello y El Aissami que poder sacudirse de tal oprobio señalando que quien es
fascista es la oposición democrática.
Dada la
similitud entre ambos, la única distinción hoy entre comunismo y fascismo
tendría que basarse en que el primero está avalado por leyes históricas. Pero
como ello no es así, se tiene que concluir en que, o bien el comunismo es una
quimera que nunca podrá existir en la realidad sino en su forma estalinista
-que traicionó sus postulados- o, como argumento, es simplemente neofascismo.
Humberto García Larralde, economista, profesor de la UCV, humgarl@gmail.com
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